El gobierno de Rodrigo Chaves ha reducido la política costarricense a un espectáculo de ruido y confrontación que, lejos de fortalecer la institucionalidad, la socava de manera sistemática. Como advertía Montesquieu en El espíritu de las leyes, cuando el poder deja de estar moderado por contrapesos y se entrega a la arbitrariedad de un caudillo, la libertad de los ciudadanos comienza a extinguirse. Eso es lo que hoy vive Costa Rica: un Ejecutivo que ha sustituido el debate serio y la rendición de cuentas por la violencia verbal y la polarización como forma de gobierno.
La estrategia del presidente y sus acólitos es transparente: gritar más fuerte que los demás, desacreditar a todo aquel que piense distinto y desviar la atención de una incapacidad crónica para resolver los problemas estructurales del país. En esta lógica, no importan los resultados, sino el espectáculo. No importan las soluciones, sino el enemigo que sirve de excusa. Hobbes advertía que, en ausencia de instituciones sólidas, la política puede degenerar en un “estado de guerra de todos contra todos”. Chaves, con su estilo bronco, parece avanzar en esa dirección: una política de trincheras en la que la convivencia democrática es reemplazada por la hostilidad permanente.
El costo lo pagan los ciudadanos. La inseguridad golpea con cifras récord de homicidios y comunidades enteras dominadas por el narcotráfico. La salud pública se desangra entre listas de espera interminables y desabastecimiento crónico. La educación se hunde en retrocesos que hipotecan a generaciones enteras. La pobreza y el desempleo permanecen estancados, mientras la desigualdad se ahonda. Frente a esta realidad, el gobierno elige el camino más fácil: culpar a todos, menos a sí mismo. La prensa, los jueces, los sindicatos, los expresidentes y la Asamblea Legislativa se convierten en los enemigos perfectos para sostener un relato de persecución y victimización que distrae del verdadero problema: la incompetencia.
La violencia política ejercida desde Casa Presidencial no siempre se mide en golpes, sino en palabras. El insulto, la descalificación y el hostigamiento digital contra voces críticas se han convertido en política de Estado. Esa normalización del agravio debilita la cultura democrática, pues erosiona la posibilidad del diálogo y sustituye el consenso por la burla o el miedo. Montesquieu lo resumió con lucidez:
No hay libertad si el poder de juzgar no está separado del legislativo y del ejecutivo”.
Cuando desde el poder se intimida a jueces, legisladores o medios de comunicación, lo que está en juego es mucho más que un debate: es la salud misma de la República.
Costa Rica no merece un liderazgo que degrade la vida pública a los niveles de un ring o un circo. La democracia no es compatible con el caudillismo de micrófono ni con la política del berrinche. Tres años de este estilo de gobierno han dejado más división, más confrontación y más crisis. Y lo más grave: un tejido social debilitado y una ciudadanía expuesta al desencanto.
Rodrigo Chaves no pasará a la historia como el presidente que enfrentó los retos de Costa Rica, sino como el mandatario que eligió el ruido por encima de la razón, la confrontación por encima de la construcción, el insulto por encima de la responsabilidad. La democracia costarricense, hoy sitiada, resiste no gracias al gobierno, sino a pesar de él.
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