En muchos lugares del mundo, el silencio no es una opción: es una condena.

A algunos les han cortado la lengua; a otros los han hecho desaparecer. Pensar en voz alta, disentir, opinar -en ciertos contextos- se paga con desprestigio, persecución, cárcel, exilio o muerte. Al final, ya no se guarda silencio por respeto, sino por miedo. Por presión. Por amenaza directa. Pero no hace falta mirar tan lejos. La censura no siempre se presenta con fusiles: a veces se disfraza de norma, de legalidad, de "neutralidad". Se impone desde instituciones que, en nombre del orden, dictan quién puede hablar y quién debe callar. El poder no siempre necesita gritar para silenciar: basta con que emita una advertencia, redacte una resolución ambigua o vigile selectivamente a quienes piensan distinto. Y cuando ese poder decide observar con lupa a ciertos sectores -como el clero, la academia o la prensa- no lo hace por transparencia, sino por desconfianza. Porque sabe que ahí aún habita una voz crítica, incómoda, difícil de domesticar. En esos gestos de monitoreo parcializado, lo que se revela no es el celo democrático, sino el miedo al pensamiento libre o al contrapeso necesario. La libertad de expresión no es un lujo ni una cortesía del poder. No es algo que se mendiga ni que se espera con buena conducta. Es un derecho inherente, un principio fundacional sin el cual ninguna democracia puede sostenerse. Evelyn Beatrice Hall, al interpretar el pensamiento de Voltaire, dejó una frase que sigue resuena con fuera en nuestros días: “No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”.

I. Cuando la ley se vuelve selectiva

Nuestra Constitución Política, en su artículo 28, dice con claridad que nadie puede ser perseguido por decir lo que piensa. Esa frase —que parece sencilla— es en realidad una de las más poderosas que tenemos como sociedad: garantiza que podamos opinar, cuestionar, denunciar o proponer sin miedo. Nos asegura que la voz del ciudadano no es delito, sino derecho. Pero esa misma norma que protege nuestra libertad también contiene una excepción. En su segundo párrafo, señala que los ministros de culto (clero) y quienes invoquen razones religiosas no pueden hacer “propaganda política”. Esta limitación tiene un propósito legítimo: evitar que la religión se use para hacer campaña a favor de un partido o candidato. En teoría, busca proteger la neutralidad del Estado frente a las creencias.

Hasta aquí, todo suena razonable. Pero el problema no es la norma en sí, sino cómo se ha aplicado. En los últimos años, esa excepción se ha convertido en una herramienta para silenciar selectivamente a los obispos y sacerdotes católicos, mientras que otros grupos religiosos participan abiertamente en la política sin recibir el mismo trato. No hay equilibrio. No hay justicia. ¿Dónde está la neutralidad del órgano electoral cuando sólo se activa en una dirección?

Y aquí hay algo que no podemos ignorar: no es lo mismo hacer propaganda partidaria que alzar la voz contra la injusticia. No es lo mismo decir “voten por tal partido” que denunciar la pobreza, la corrupción o la desigualdad desde una convicción ética y espiritual. La fe también tiene una dimensión pública, una voz que no se puede encerrar en las sacristías. Preocupa, profundamente, la distorsión que se ha instalado en nuestro sistema electoral. He visto cómo se fiscalizan homilías mientras otros líderes religiosos opinan, respaldan candidatos, organizan encuentros e incluso ocupan cargos públicos sin que nadie les ponga freno. Lo que nació como un límite razonable —para evitar la confusión entre religión y política partidaria— ha terminado convirtiéndose en una forma de censura selectiva, especialmente dirigida a la Iglesia Católica.

Personalmente, este hecho me enfrenta a una paradoja dolorosa. Tengo derecho, como cualquier otro ciudadano, a opinar sobre el rumbo del país. Y tengo además el deber, como periodista, de buscar la verdad y denunciar la injusticia. Pero basta con que ejerza mínimamente esa voz desde el espacio litúrgico o el ámbito pastoral para que se active una maquinaria de observación coercitiva.

Por supuesto que nunca estaré de acuerdo con que un sacerdote enarbole una bandera política. Nuestra misión no es esa: no fuimos ordenados para convertir el altar en tribuna, ni para reducir el Evangelio a consigna electoral. Somos servidores del pueblo, no representantes de partido alguno.

Y por encima de todo, no nos corresponde decirle a nadie por quién debe votar, ni influir en la libertad de decisión de las personas. Mucho menos estamos llamados a señalar opciones políticas como si fueran afines a la Iglesia. Si alguna vez ha sucedido, ha sido un error. Hacerlo es traicionar nuestra vocación y la confianza que el pueblo deposita en nosotros.

Nuestro llamado es otro: es acompañar, formar conciencias, iluminar desde el Evangelio los signos de los tiempos. Eso implica ayudar a los fieles a discernir —no imponerles una consigna—; abrir preguntas, no cerrar debates. Significa denunciar la injusticia donde la haya, aunque incomode al poder de turno, pero siempre desde una perspectiva ética, no partidista. Y eso exige una profunda responsabilidad: hablar con claridad, sí, pero también con humildad, sin manipular la fe del pueblo ni ponerle un tinte ideológico a la Palabra de Dios.

La Iglesia tiene una voz que merece ser escuchada, no por ambición de poder, sino por su compromiso con la dignidad humana, el bien común y la justicia social. Poseemos un patrimonio invaluable: la Doctrina Social de la Iglesia, lúcida y profunda, que no necesita subordinarse a consignas partidistas ni ideologías de turno.

Por eso me indigna que, mientras algunos instrumentalizan la fe como trampolín electoral sin consecuencias, a nosotros, los sacerdotes, se nos cercan las palabras, se nos vigila el tono y hasta el silencio se nos fiscaliza.

Cabe señalar, además, que en ningún momento he apelado al hecho —jurídicamente vigente— de que Costa Rica sigue siendo un Estado confesional. Tampoco he considerado necesario apelar a la libertad religiosa que consagra el artículo correspondiente. No lo hago porque no es necesario. No se trata aquí de invocar privilegios históricos ni de exigir un trato especial por motivos religiosos. Se trata, simplemente, de pedir que se cumpla el principio elemental de igualdad ante la ley.

La Iglesia católica no pide favores. Pide coherencia. De lo contrario, estamos ante una simulación institucional: una neutralidad que no es neutral.

II. ¿Quién decide lo ético? La subjetividad del TSE ante la voz pastoral

La democracia no puede permitir que se ejerzan los derechos de expresión de forma fragmentada, por cuotas confesionales o conveniencias coyunturales. Si la libertad de expresión es una piedra angular del Estado de derecho, debe aplicarse sin sesgos. De lo contrario, no es libertad: es un permiso condicionado. Y ningún permiso condicionado es compatible con una democracia madura.

Las resoluciones del Tribunal Supremo de Elecciones en los expedientes 3281-E1-2010 y 1375-E1-2018 revelan una interpretación restrictiva del artículo 28 constitucional, que sanciona expresiones religiosas vinculadas al ámbito político sin distinguir entre manipulación electoral y formación ética. En el caso de Monseñor Ulloa Rojas, se penalizó una homilía por considerarla una amenaza a la libertad del voto, mientras que en 2018 se condenaron actos colectivos como la “Marcha por la vida y por la familia” y la “Jornada de oración” con candidatos. En ambos casos, el TSE actuó bajo una lógica de laicidad institucional que, si bien busca proteger la neutralidad electoral, termina invisibilizando el papel de las iglesias como espacios de conciencia crítica y participación ciudadana.

Estas resoluciones plantean la necesidad urgente de replantear el alcance del artículo 28 desde una ética pública más inclusiva y deliberativa. La jurisprudencia del TSE ha sido reactiva, sancionadora y poco abierta al diálogo, lo que limita el potencial de las comunidades de fe como agentes formativos en la vida democrática. Es necesario distinguir entre propaganda religiosa que busca influir electoralmente y expresiones pastorales que promueven valores éticos y dignidad humana. Reinterpretar este artículo no implica debilitar la democracia, sino fortalecerla al reconocer que la espiritualidad, lejos de ser una amenaza, puede ser una fuente legítima de conciencia ciudadana y compromiso ético.

III. Caminos hacia el diálogo

Nuestros obispos —como pastores del Pueblo de Dios y ciudadanos con voz legítima en la vida pública— no deberían adoptar una postura pasiva ante esta situación. Sin caer en confrontaciones estériles, están llamados a dar un paso firme en favor del bien común: proponer formalmente al Tribunal Supremo de Elecciones la creación de una mesa técnica nacional, integrada por juristas, académicos, representantes de diversas confesiones religiosas y sectores sociales, con el propósito de evaluar a fondo el impacto real de las actuales restricciones y su compatibilidad con el principio constitucional de igualdad ante la ley.

Este gesto constituiría un acto de responsabilidad pastoral frente a una norma que, si bien busca preservar la neutralidad electoral, en la práctica resulta discriminatoria, generando un efecto inhibitorio y desigual sobre el ejercicio legítimo de la libertad de expresión y la libertad religiosa. Reabrir este debate no es una amenaza para la democracia, sino una oportunidad para fortalecerla desde el diálogo plural, la justicia y la dignidad.

IV. Criterios y límites para el actuar eclesial en la vida democrática

No descarto que en este campo se hayan cometido errores, como tampoco que puedan repetirse en el futuro. Por eso considero necesaria una doble vía de orientación. Por un lado, correspondería a la Conferencia Episcopal de Costa Rica elaborar un vademécum pastoral que, sin reducirse a normas o prohibiciones, ofrezca criterios teológicos y pastorales claros sobre el papel público de la Iglesia, el discernimiento ético en tiempos electorales, el respeto a la conciencia de los fieles y la adecuada relación entre fe y política. Tal instrumento también podría ayudar a subsanar la improvisación, la imprudencia o la falta de formación de algunos ministros ordenados al abordar asuntos nacionales complejos, lo cual no solo debilita el testimonio evangélico, sino que también puede generar confusión en la comunidad creyente.

Por otro lado, el Tribunal Supremo de Elecciones, a través del Instituto de Formación y Estudios en Democracia (IFED), podría ofrecer una guía dirigida expresamente a las Iglesias y sus autoridades, con el fin de precisar con claridad los límites éticos, jurídicos y políticos que rigen la participación institucional en contextos electorales. Eso sí: dicha guía debe construirse desde el respeto a los principios de libertad religiosa, libertad de expresión y el principio de igualdad ante la ley.

No espero —ni deseo— que lo expuesto abra camino para que un sacerdote acabe en una curul o en cualquier cargo público; no es nuestra vocación, y el Derecho Canónico lo explica con claridad. Pero tampoco quiero que mañana nos pasen factura por haber preferido la comodidad del silencio a la exigencia de la verdad.

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