Cuando escuchamos hablar de radio, solemos pensar en emisoras musicales, programas deportivos que transmiten partidos de fútbol o noticieros. Y aunque estos contenidos forman parte esencial de nuestra cultura, lo cierto es que las frecuencias de radio y televisión representan algo mucho más profundo: son herramientas de información masiva capaces de informar e influir y, en manos equivocadas, desinformar y controlar.

Las frecuencias pertenecen al Estado y pueden ser otorgadas a empresas interesadas en la radiodifusión —incluyendo canales de televisión—. Precisamente por ese monopolio natural, los gobiernos tienen la potestad de decidir quién accede al espectro, en qué condiciones y por cuánto tiempo. Y ahí radica el riesgo: esa capacidad puede utilizarse para promover pluralismo… o para excluir a críticos, diseñar procesos de concesión a la medida de aliados o incluso sacar del aire a voces incómodas.

Si todo esto parece exagerado, basta observar nuestra región para comprender que no solo es posible: ya ha ocurrido.

Argentina: Durante la última dictadura militar (1976–1983), el régimen centralizó de forma absoluta el control del espectro radioeléctrico. La Ley de Radiodifusión de 1980 subordinó la totalidad de las licencias al Poder Ejecutivo, bajo el argumento de “garantizar el orden social”. El modelo excluyó a universidades, sindicatos y organizaciones civiles, y convirtió la radiodifusión en un instrumento de control político e ideológico.

Chile: Tras el golpe de 1973, una de las primeras acciones de la dictadura de Augusto Pinochet fue intervenir y reconfigurar el sistema de radio y televisión. Las licencias fueron revocadas por “razones de seguridad nacional”, y los principales medios pasaron a estar vigilados o directamente controlados por las Fuerzas Armadas. La ciudadanía solo podía acceder a la información considerada “adecuada” por el régimen, lo que eliminó la pluralidad de voces.

Venezuela: En 2007, Hugo Chávez decidió no renovar la concesión del canal más antiguo del país, crítico de su administración. A partir de ahí, el gobierno creó una red de medios estatales y comunitarios afines al oficialismo. Nicolás Maduro profundizó este proceso, se estima que ha cerrado más de 200 emisoras de radio, restringido señales internacionales y consolidado un control casi absoluto sobre la televisión abierta, reduciendo severamente el espacio para el periodismo independiente.

Nicaragua: Desde 2007, el régimen Ortega–Murillo ha deteriorado de manera sistemática la libertad de expresión. El punto más crítico llegó en 2018, cuando, en respuesta a las protestas nacionales, el gobierno cerró y confiscó medios, desmanteló radios comunitarias y detuvo periodistas, muchos de los cuales terminaron en el exilio o convertidos en presos políticos. Hoy, el espectro nicaragüense está prácticamente bajo control total del oficialismo.

El Salvador: En tiempos recientes, el gobierno de Nayib Bukele ha impulsado una serie de medidas legales que limitan el funcionamiento de medios independientes. Aunque no se ha implementado una reconfiguración formal del espectro, el clima de presión, vigilancia y restricciones crea un entorno adverso para el ejercicio pleno de la libertad de prensa.

¿Por qué importa todo esto?

Las frecuencias de radio y televisión son el vehículo más directo para llegar a millones de personas. Controlarlas o restringirlas no es un gesto técnico, es una decisión política que puede manipular la narrativa pública, condicionar la opinión ciudadana y limitar el acceso a información diversa.

Está escrito —implícita o explícitamente— en el manual de dictadores y populistas: convertir el espectro radioeléctrico en un arma de hegemonía informativa. Por eso, nuestro deber como sociedades democráticas es resguardar la independencia de los medios, exigir transparencia en la administración de las frecuencias y defender la pluralidad como pilar esencial de nuestras libertades.

Porque, como advirtió George Orwell:

Quien controla la información, controla el pasado, el presente y el futuro.”

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