En los últimos meses, Costa Rica ha sido arrastrada a una discusión que hace pocos años habría parecido imposible, la posibilidad real de que decenas de emisoras y televisoras abiertas, muchas con décadas de historia y arraigo comunitario, queden fuera del aire por no poder asumir los costos y condiciones de la subasta de frecuencias impulsada por el Gobierno.

Se hizo ruido, se encendió la polémica, se llenaron titulares… y, al final, ni se democratizó el espectro ni se corrigieron las tarifas. El país quedó otra vez en pausa, con un proceso suspendido y un problema que sigue exactamente donde empezó, sin soluciones correctas y sin rumbo.

La ligereza con la que este proceso fue presentado me llamó la atención desde el inicio. Se insistió en que era un mero ordenamiento administrativo, un proceso limpio donde el mercado decidiría. Pero reducir el espectro radioeléctrico a una puja económica es desconocer su esencia, porque es un bien público, y su valor no solo se mide en dólares, sino en cuántas voces sostiene y en qué tan diversa es la conversación del país.

Cuando finalmente se cerró el concurso, los resultados lo dijeron todo. Apenas se reportaron 25 ofertas (incluyendo siete radios y dos televisoras de un mismo grupo económico) insuficientes para cubrir la enorme cantidad de frecuencias que hoy sostienen la vida cultural, comunitaria y regional de Costa Rica. La totalidad de medios pequeños y medianos, radios locales, televisoras regionales, emisoras culturales, religiosas y musicales, simplemente no pudieron participar. No por falta de voluntad, sino porque los requisitos eran imposibles para quienes operan con presupuestos modestos y cumplen una labor social que el mercado, por sí solo, jamás financiaría.

En la práctica, el campo de juego en emisoras comerciales quedó reservado casi exclusivamente para los grandes conglomerados mediáticos. Es decir, para los mismos medios que el gobierno ha llamado durante años “la prensa canalla”. El resultado es tan irónico como preocupante porque una política que decía querer “democratizar” el espectro, terminó concentrándolo.

Sorprende también escuchar que quienes construyeron su trayectoria en esos mismos medios, quienes recibieron de ellos reconocimiento, cercanía y afecto de los ticos, hoy llamen “ladrones” y “desvergonzados” a los que no pueden pagar montos millonarios. Esa narrativa no solo es injusta; es profundamente ajena al espíritu de un país que siempre ha entendido la comunicación como un servicio público, no como un club exclusivo.

Ante este panorama, y como era de esperarse, la Sala Constitucional actuó. Suspendió temporalmente el proceso para evitar daños “graves y de difícil reparación”. El país quedó con otro pleito abierto sobre la mesa, pero sin una solución clara a la vista.

Yo sí creo que hay que ordenar el espectro. Y sí creo que deben existir reglas claras, transparencia y competencia. Pero también creo que Costa Rica tiene derecho a un ecosistema de medios plural, equilibrado y vivo, donde las voces no dependan de la chequera, sino del servicio que brindan a sus comunidades.

Si algo nos ha demostrado este proceso es que es perfectamente posible, y absolutamente necesario, diseñar un modelo más justo, que garantice sostenibilidad financiera, sin destruir la comunicación regional; uno que permita la entrada de nuevos actores, sin expulsar a quienes han sido raíces del territorio; uno que ordene, sí, pero sin ahogar.

Porque, al final, este no es solo un debate técnico. Es un debate democrático. La subasta de frecuencias, o el proceso que la creó, debe revisarse, no para proteger intereses particulares, sino para proteger el derecho de Costa Rica a seguir escuchándose a sí misma en toda su diversidad de opiniones.

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