Hace pocos días, la Asamblea Nacional de Ecuador aprobó una reforma constitucional que elimina el financiamiento estatal para partidos políticos y para la propaganda electoral. Esta reforma fue impulsada por el presidente y empresario Daniel Noboa y ahora queda sujeta a una consulta popular que se realiza en diciembre, tras una resolución de su Corte Constitucional.

Dada la dinámica lamentable de los partidos políticos que conocemos y el sentimiento antipolítica que se ha convertido en nuestro sentido común ciudadano, a primera vista esta medida podría parecer deseable también para Costa Rica. Sin embargo, al analizarla con cuidado resulta claro que lejos de aliviar los males de nuestras instituciones político-democráticas, los agrava. La exclusión del financiamiento público supone que el poder económico termine de dominar al poder político, en tanto es probable que los partidos terminarían cooptados por los grupos que más financiamiento pudieran brindarles, destacando, por supuesto, los espacios e intereses que ya de por sí gozan de todo el poder que el dinero brinda. En el contexto regional, además, abre una vía expedita al crimen organizado para penetrar la política.

Desde un punto de mira filosófico, esta medida representa una degradación definitiva de la esfera público-democrática, al transformar la disputa electoral en una contienda desigual donde el dinero sustituye a la razón pública, la participación ciudadana y el juicio cívico. Se concretaría lo que ya intuimos y deploramos en nuestras democracias vigentes: que los espacios políticos están capturados por intereses económicos y que el poder ciudadano es poco frente a dichos intereses. Quedaría así roto definitivamente el ideal de igualdad política y consolidada una dinámica de dominación arbitraria de una parte de la ciudadanía sobre la otra.

En otros términos, reformas como esta avanzan en la dirección contraria a lo que exige el ideal democrático: construir un espacio social autónomo, en donde la política ciudadana sea la protagonista. Ello exige, por supuesto, reducir todo lo posible el peso de la influencia del dinero en ese espacio y fortalecer el de la acción ciudadana y de la deliberación pública. Solo la participación cívica y las razones políticas deberían guiar la comunidad democrática.

En Costa Rica, no hay duda de que el modelo de financiamiento público de la política presenta fallas estructurales y documentadas. Este modelo se articula en torno a la llamada deuda política, un mecanismo de reembolso establecido en el artículo 96 de nuestra Constitución y en el Código Electoral, que garantiza hasta un 0,19 % del PIB en financiamiento público, entregado a los partidos en proporción a sus votos válidos y sujeto a comprobación de gastos. El diseño busca igualdad de condiciones en dicha distribución, pero en la práctica fomenta la especulación financiera, el endeudamiento y la consolidación de ventajas injustificadas para las agrupaciones políticas más grandes. No faltan también casos recordados de corrupción con el financiamiento para las campañas electorales, como el del Partido Acción Ciudadana, condenado en 2016.

Semejante panorama confirma que nuestro modelo requiere reformas claves para reparar sus patologías actuales. Pero la ruta democrática es la contraria a la asumida por Ecuador. En cambio, entiendo que los dos principios que deberían guiar dichas reformas son: la austeridad republicana, esto es, un uso responsable y comedido de los recursos públicos; y la construcción de un espacio público lo más equitativo posible en el que se desarrollen las contiendas y campañas político-partidarias. Existen actualmente propuestas legislativas (como el expediente 24.308), apoyadas por el Tribunal Supremo de Elecciones, en esta dirección. Ayer ya era tarde para concretarlas.

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