Soy de Tárcoles, un pueblito costero del Pacífico central de Costa Rica, un paraíso para el avistamiento de aves tropicales y rico en diversidad natural, lejos de la metrópoli, con vibra y estilo de vida muy distinta a la que se vive en San José (así llamamos indiscriminadamente a todo lugar más allá de Escazú), donde hay un solo colegio rural, que está ahí no por la Municipalidad ni por el Ministerio, sino por la lucha de los mismo tarcoleños, antes ubicado en un antiguo hospicio de huérfanos de dos plantas que fue clausurado al representar un peligro para los estudiantes y que hoy en día, esos estudiantes mendigan un asilo, haciendo de salón de clases un pequeño hotel ubicado en la zona; a lo que voy, es que mi pueblo ha sido olvidado por nuestros gobernantes, que para que se percaten de que mi gente importa, tiene que haber una lucha tenaz por los mismo tarcoleños, de menos, pasamos desapercibidos la mayoría del tiempo, claro, excepto cada cuatrienio.
En mi pueblo por mucho tiempo la única salida fue la pesca artesanal y uno que otro negocio de bar y pulpería, luego se “descubrió” esa zona, Jaco y sus playas cercanas se volvieron paraísos turísticos, llegaron las inversiones inmobiliarias de extranjeros, crearon marinas, hoteles, restaurantes, nuevas fuentes de empleo que impulsaron el crecimiento. Crecimiento que sin herramientas para aprovecharlo, era cuestión de tiempo para lo que vivimos hoy, aumentando los costos de vida y paulatinamente formando zonas excluidas, a lo que algunos les gusta llamar guetos, lugares que son elefantes en la habitación, a los que el Estado ignora, que terminan siendo caldo de cultivo para las bandas criminales e inseguridad, zonas donde la vida es dura, donde incluso comerse un arroz con camarones, camarones chinchorreados por ellos mismos, se convierten en un lujo que solo los josefinos y los extranjeros se pueden dar.
Pero, lamentablemente, vender esos camarones al turista extranjero es lo único que nos queda, porque el mismo sistema nos condenó a subyugarnos a la visita de los extranjeros, a mendigar inversión de gente sin un vínculo con esta tierra y sin objeción de oponerse, porque si no, ¿a quién les venderemos los camarones?, si la pesca, los negocitos y los trabajos manuales es lo único que sabemos hacer.
Así es la vida en Tárcoles, igual que muchos pueblos costeros de Costa Rica que la gentrificación los ha afectado en mayor o menor medida, sin capacidad adquisitiva y sin herramientas para aprovechar la inversión, de manos atadas, pero con la cabeza en alto para afrontar los embates que socaban nuestros derechos, derechos que van más allá del disfrute de una playa, sino educación, salud y cultura.
Así que los invito a reflexionar de las decisiones que tomamos respecto a la gentrificación, el deber plantearse qué es lo mejor para esos pueblos, escuchando sus necesidades, no solo creando y apoyando políticas hechas por “josefinos”, que al final del día, siguen siendo extranjeros en nuestra pequeña porción de tierra.
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