Hace unos días tomé un taxi en la noche, la carretera estaba casi vacía y de pronto me di cuenta de que íbamos demasiado rápido. El taxista, tranquilo, confiado, apenas notaba su velocidad. Así que tuve que pedirle que bajara el ritmo. Lo hizo, amablemente. Kilómetros más adelante, nos encontramos con dos autos que habían chocado; uno de ellos estaba volcado. Fue un recordatorio — o mejor dicho, un triste ejemplo gráfico— de la conversación que habíamos tenido minutos antes acerca de la forma de conducir y lo mucho que nos hace falta aprender en materia de educación vial.

Y es que esto no es un tema menor: en 2024, 878 personas murieron en accidentes de tránsito en Costa Rica, de las cuales 175 de ellas fueron a causa del exceso de velocidad. Además, más de 500 personas fallecieron en el lugar del accidente. A esto se suma que más de 37.000 personas resultaron lesionadas, muchas de ellas con secuelas permanentes.

Adicional al costo humano, los accidentes de tránsito también representan un enorme impacto económico. En marzo del 2024 se estimaba que el costo para el país era de 4,1% de su producto interno bruto (PIB). Esta estimación es consistente con un estudio del Programa de Investigación en Desarrollo Urbano Sostenible de la Universidad de Costa Rica, que ya en 2015 advertía que el impacto económico de los accidentes ascendía al 3,65% del PIB

Es una realidad que se ha normalizado en nuestra cultura y es necesario cambiarla porque no está bien.

Muchos conductores, creen que manejar rápido no es un problema si uno “sabe como está el vehículo” o si “no hay nadie en la vía”. Pero ese es precisamente el peligro: la falsa sensación de control. A altas velocidades, el margen de error desaparece. Una pequeña distracción, un bache inesperado o en realidad cualquier cosa puede bastar para convertir un trayecto cotidiano en una tragedia irreversible. Y nuestras carreteras, como bien sabemos, no están diseñadas para velocidades altas: así que se mezclan dos factores críticos, la desconexión del chofer (“porque uno le da y no se da cuenta qué tan rápido va”) y la infraestructura que no está pensada para conducción a altas velocidades. Por lo tanto, todo exige precaución, no confianza ciega.

La realidad que vivimos en Costa Rica, por más que repitamos “sólo en Costa Rica” cada vez que vemos alguna imprudencia en la carretera, no es única ni irreversible. Otros países han enfrentado este mismo desafío y han logrado avances concretos. En India, por ejemplo, se implementó el programa Zero Fatality Corridor en la autopista Mumbai-Pune, logrando una reducción del 58% en las muertes viales entre 2016 y 2023. En Suecia, la iniciativa Vision Zero, adoptada en 1997, ha servido como modelo mundial al reducir a la mitad las muertes en carretera. Y en Europa, la campaña anual ROADPOL Safety Days logró que en 2021, 16 países reportaran cero muertes en carretera durante su jornada central de control.

Estos casos demuestran que es posible actuar con decisión y visión. No se trata de sueños ingenuos, sino de metas alcanzables cuando existe voluntad política, planificación técnica y un compromiso social real.

Tenemos que repensar nuestro comportamiento en las carreteras. Manejar con precaución no es ser lento, es ser responsable. No solo con uno mismo, sino con todos los que compartimos la vía. Esa es nuestra parte como usuarios. La otra parte de la ecuación viene dada por quienes tienen la gran responsabilidad de diseñar carreteras y sistemas de tráfico seguros.

El punto central aquí es hacer un llamado a las autoridades y la ciudadanía a que impulsemos un objetivo nacional ambicioso y urgente: alcanzar un día sin muertes en carretera. No como gesto simbólico, sino como meta concreta que nos una como sociedad —una meta que convoque a instituciones, empresas, medios, escuelas, comunidades y conductores a replantear nuestras decisiones cotidianas en la vía. Porque si no podemos garantizar seguridad ni siquiera por un solo día, entonces tenemos que preguntarnos con urgencia qué estamos haciendo mal —y qué estamos dispuestos a cambiar.

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