A inicios de siglo XXI, entre alguna gente se puso de moda leer a un escritor argentino, por ese tiempo, joven, llamado Rodrigo Fresán. Como todos los escritores latinoamericanos que se ponen de moda, Fresán vivía (y creo que aún vive) en Barcelona. Y como todos los escritores latinoamericanos que viven en Barcelona, tenía su selecto grupo de fans en muchas ciudades que no eran Barcelona.

Su cuento más famoso, al menos en la Costa Rica de inicios de siglo XXI, era Señales captadas en el corazón de una fiesta. Apareció en una antología editada a mediados de los noventa y va de un mae que, cómo no, está en una típica fiesta noventera.

El narrador, Willi, es un chico gay que vaga infinitamente solo por el mundo. Percibe ciertas señales  y las sigue hasta ese lugar que es el corazón de una fiesta, el cuarto donde todo mundo deja los abrigos.

Ahí, en otro momento y en otra fiesta, la madre se había fugado con su amante.

Ahí, de seguro, el chico gay se inauguró en los furores del amor.

Mientras escuchaba el último episodio de La Telaraña recordé ese cuento de Fresán. Y lo recordé porque las invitadas, la fotógrafa Sussy Vargas y la curadora Liz Rojas, concluyeron junto con el conductor, Jurgen Ureña, que no hay fiestas solitarias.

La fiesta del cuento de Fresán es una fiesta que ocurre en el yo más que en el nosotros. Es una fiesta, digamos, triste. Y es, por tanto, una fiesta aporética. O sea, un contrasentido.

Es cierto que en el relato se habla de la juventud como un ámbito festivo: «Ahora son todos jóvenes, gente con muchas fiestas por delante». Pero no pasan de ser, como el mismo narrador dice, «exquisitos marginados que nunca podrán creer en los placeres del sol o las virtudes del día».

Willie, a diferencia de esas festividades telúricas, ecuménicas, de las que se habla en el episodio de La Telaraña, se sustrae de todo y se refugia moribundo en el cuarto de los abrigos. Empuja la montaña de abrigos como un Moisés que abre las aguas del mar Rojo y luego se acuesta.

Y se cubre.

Y se entierra.

Y se hace olvido.

Todo lo opuesto a una fiesta.

Y, así, a Willie le pasa un poco como al siglo XXI.

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