Llegué a esta novela por una de esas sospechosas recomendaciones que aparecen cuando se abre Google en un dispositivo móvil. Como me encuentro escribiendo una novela negra, me he interesado en leer algunas de las obras más exitosas de los últimos años.

De un género marginal, la novela negra ahora acapara estanterías, eventos y premios. Enhorabuena. Para quien no sepa el término, la novela negra es, a grandes rasgos, un género similar a una novela policial, pero en ella los límites entre los buenos y los malos se difuminan y la violencia se vuelve más explícita, permeando a todos.

Como parte de este creciente interés, los autores escandinavos se han visto enormemente beneficiados. Nos seduce por lo desconocido, lo frío, lo distante y, en muchas ocasiones, lleno de inusitada violencia. Muchos nos imaginamos el norte de Europa como un lugar perfecto para el tipo de eventos que narran las novelas negras (pese a que es conocida la baja tasa de criminalidad en esos lugares).

En este caso el autor es un islandés. Islandia mide cerca de 103 mil km², bastante menos que Costa Rica, y tiene una población cercana a los 400 mil habitantes. Conocemos de Islandia sobre todo desde 2008, cuando una serie de sucesos políticos le pusieron en la palestra mundial y nos enseñaron que el juicio a los políticos, incluso los más poderosos, es siempre posible. Y algo más: uno de cada 10 islandeses ha escrito un libro.

Ragnar Jónasson es un autor islandés muy exitoso, nacido en 1976, conocido por su sextalogía Islandia Negra, de la que forma parte El crimen del fiordo. La novela toma lugar en el pueblo de Siglufjördur, un pequeño y pintoresco pueblo desolado ubicado al norte de Islandia (donde el invierno sorprende incluso a los islandeses de Reikiavik). Un pueblo que vivía de la pesca, pero la sobreexplotación le llevó casi a la ruina, hasta que llegó el turismo de invierno.

Decir que es un pueblo pequeño y desolado en Islandia implica hacer un esfuerzo adicional para imaginarlo, si recordamos la baja densidad poblacional y el tamaño del país.

En este pequeño pueblo está el comisario Ari Thór, quien recibe una llamada en la madrugada del Jueves Santo para informarle que se ha encontrado el cuerpo de una joven al pie de un edificio. En apariencia se trata de un suicidio, pero su olfato le indica que hay algo más, también a la madre de Unnur, la joven.

En el edificio viven una pareja de ancianos que parecen ocultar algo y un historiador que estaba fuera del pueblo esa noche. También está el extraño Gudjón, artista que encontró el cuerpo mientras daba un paseo… de madrugada y en invierno. El pequeño pueblo parece, de repente, habitado por personajes extraños, todos dignos de sospecha: un anciano con demencia que anota en una pared “la mataron”, el médico que le atiende, su esposa, un padre y su hijo restaurando una casa en la parte más alejada e inaccesible del lugar.

Entre el deseo de dejar todo el asunto en las manos poco experimentadas de su subalterno Ögmundur (después de todo, un suicidio no es un caso tan complicado) para atender a su familia que está de visita desde Suecia, y el deseo por sumergirse en cada pista, Ari Thór lamenta y reflexiona sobre el coste personal de su profesión: la posibilidad de rescatar ese matrimonio perdido, el no poder atender debidamente a su hijo y desperdiciar esos momentos padre e hijo que se hacen imposibles con el tiempo.

Finalmente encontrará más de un crimen y provocará indirectamente otro. Los eventos transcurren en pocos días, de Jueves Santo a Lunes de Pascua, poco más.

La novela (o su traducción) presenta un lenguaje sencillo; sin mayor esfuerzo cualquiera puede disfrutar el texto. Tampoco hay figuras literarias o frases de gran valor estético, y eso es, para mí, un importante punto menos. Es una prosa muy simple, aunque efectiva.

Esta sencillez también está en la trama: no se encontrará una compleja e intrincada red de eventos, con un enemigo macabro y dotado de un gran intelecto moviendo los hilos. Es lo que es: un crimen que sucede y se resuelve en menos de una semana, nada sorprendente.

Logra enganchar, sobre todo en su último tercio, pero fue un texto cansado, pues sucedía demasiado poco. Buena parte se reducía a las caminatas de Thór, sus gustos culinarios y sus pensamientos sobre la familia y el trabajo. Pensamientos inútiles, además, dada la situación.

Para mí resultó desalentador que no hubiera un crimen complejo, pues como escritor deseaba aprender cómo se hacen y deshacen esas madejas de violencia. Acá todo fue una llamada, un par de datos obvios (y es poco creíble que Ari Thór no los descubriera por sí solo a la primera, me hace cuestionar su capacidad detectivesca), ni tecnología compleja ni nada.

Los personajes, incluso el mismo Ari Thór, poseen poca o nula profundidad y se caracterizan muy vagamente.

Aunque al final me sentía urgido de saber si fue o no suicidio, en lo personal creo que no continuaré con la obra de Jónasson. Este primer acercamiento me dejó con un texto poco rescatable, de muy bajo nivel, excesivamente simple en su trama, prosa y figuras.

Ni siquiera como acercamiento a la cultura escandinava le rescato, pues hay pocos datos al respecto. Por eso, hasta aquí mi Islandia Negra.