El filósofo español Fernando Savater decía que libros como La República de Platón y Utopía de Tomás Moro, en rigor, no eran más que caricaturizaciones o parodias. No se trataba, según él, de un planteamiento programático, sino de una ridiculización, una ironía, una cáustica sátira de los afanes de su propio tiempo.
Yo creo que esa consideración tiene bastante sentido: tanto La República como Utopía son insoportables. Y si pensamos en los libros de Aldous Huxley la cosa no es muy distinta: la distopía de Un mundo feliz es tan espantosa como Pala, aún pese a que esta última fue concebida como una utopía.
Pasa lo mismo con Walden Dos de B.F. Skinner y las fabulaciones sobre esa dudosa colonia de piratas emancipados a la que un supuesto capitán Johnson llamó Libertalia.
¡Y ni que hablar de Imagine de John Lennon!
El periodista y poeta nicaragüense Pablo Antonio Cuadra dijo alguna vez que la idea América gravita entre la utopía y el exilio, ya que ambas suponen siempre un destierro. La primera nos destierra del tiempo, la segunda del espacio. Las culturas olmecas, incas o mayas, según Cuadra, constituyeron sistemas sociales que, más o menos, coinciden con las ideas tradicionales de lo que se considera utópico en la literatura y filosofía: la rigidez, la organización meticulosamente estructurada, el absolutismo de un núcleo que posee todas las respuestas y, por supuesto, la forma estática. Y, bueno, como el ideal de lo perfecto aspira sobre todo a la inmovilidad, no es casual que los mayas de la época clásica hayan decidido fugarse de sus ciudades mágicas, quizás debido a ese opresivo peso de la utopía.
Los dos siglos anteriores y lo que llevamos de este nos han enseñado a ser mucho más sensatos y prudentes en nuestros furores imaginarios. Nuestras utopías, como dijo la escritora Irene Vallejo en el más reciente programa de La Telaraña, son peldaños de una escalera infinita. Y justo por eso, en palabras del microbiólogo José María Gutiérrez, que también participó en ese mismo programa, más que utopías, podrían considerarse micro-utopías o pequeños grandes avances que nos permiten imaginar y construir un mundo más hospitalario.
Alguna vez, un chileno que se exilió en Costa Rica luego del golpe de Pinochet me dijo algo que me sigue rondando:
Nosotros no queríamos hacer una U.R.S.S. en Chile, nosotros queríamos apenas algo como lo que ustedes tuvieron: salud, agua, electricidad y educación para todos”.
Recuerdo esa consideración y es inevitable pensar que hoy, sin embargo, nuestro país es uno de los más desiguales del mundo y hay más de 40% de trabajadores que no tienen acceso a servicios de salud pública ni a un régimen de pensiones. Y, por si fuera poco, más de la mitad de los adultos mayores de 24 años no terminó la secundaria.
Nos pasamos años urdiendo fantasías maravillosas y, de algún modo, insoportables. Y mientras tanto, nuestra realidad poco a poco fue deteriorándose al punto de que hoy, en rigor, tenemos pasajes similares a una escena de la película Mad Max.
En los sesenta, cuando todo estaba bastante bien, quizás se valía imaginar un mundo sin religiones ni posesiones. Hoy, como hace unos siglos, nos toca volver a imaginar y a trabajar por un mundo donde todos, por lo menos, tengamos trabajo, salud y educación.
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