¿Cuántas veces hemos escuchado que el azúcar es “malo”, “adictivo” o que “deberíamos eliminarlo por completo”? Y frente a eso, ¿cuántas veces nos hemos sentido culpables por disfrutar un café con azúcar, una galleta en la tarde o un postre en una celebración?
Es común que muchas personas experimenten culpa al comer algo dulce. Y no es casualidad: durante mucho tiempo, la alimentación se ha abordado desde el control, el temor y las reglas rígidas. Se nos ha dicho qué comer, cómo comer y qué evitar, sin espacio para los grises, la historia personal ni el disfrute. Pero la alimentación no es solo nutrición. También es cultura, memoria, emociones, vínculos. Y sí, el azúcar puede tener un rol emocional que es importante reconocer.
Desde la nutrición clínica, sabemos que cuando el consumo de azúcar añadido desplaza otros alimentos importantes, como frutas, vegetales, granos integrales o fuentes de proteína, es posible que el cuerpo no reciba lo que necesita para funcionar bien. No es que el azúcar sea el problema por sí solo, sino que puede empezar a ocupar un lugar que no le corresponde. Por eso es importante ver la alimentación como un todo y asegurarnos de que haya variedad.
El azúcar también puede estar relacionado con experiencias que reconfortan: una receta familiar, una celebración especial, una pausa en medio del día. Y eso tiene su lugar en la experiencia alimentaria. Lo importante es poder acercarnos a esos momentos de forma consciente, con presencia y con respeto.
Aunque a veces se señala al azúcar como el problema, vale la pena observar el contexto. ¿Qué lugar tiene en nuestra alimentación? ¿Hay suficiente variedad? ¿Estamos comiendo a lo largo del día de forma que nos permita sentirnos con energía, con saciedad y bienestar? Cuando esas bases están presentes, los alimentos dulces pueden tener un espacio sin generar conflicto. Se vuelven una parte más de la experiencia, no una amenaza a nuestra salud.
¿Pero qué pasa si sentimos que cada vez que nos acercamos a algo dulce pareciera que perdemos el control? Esa sensación es más común de lo que parece, y muchas veces no se resuelve dejando de comprar esos alimentos o manteniéndolos lejos. De hecho, eso tiende a reforzar la idea de que no podemos confiar en nuestras decisiones, y agrava el problema. Como consecuencia, la próxima vez que estemos frente a ese alimento, puede ser aún más difícil comerlo de manera tranquila y consciente.
A veces, recurrir con frecuencia a lo dulce puede estar reflejando otras necesidades: más descanso, mayor regularidad en las comidas, o un momento de contención emocional. En lugar de juzgar esa conducta, puede ser útil preguntarnos: ¿Estoy comiendo suficiente durante el día? ¿Cómo me estoy sintiendo últimamente? ¿Qué más podría ayudarme a sentirme mejor? Estas preguntas abren la puerta a una mirada más completa y compasiva sobre nuestra relación con la comida.
Cuando podemos reconocer nuestras necesidades reales y dar espacio a la variedad, los alimentos dulces dejan de generar tanta tensión. Se integran a la alimentación con naturalidad, sin extremos, sin miedo, y con una sensación de mayor equilibrio.
El azúcar, como muchos otros alimentos, puede ser parte importante del disfrute. Y disfrutar también es parte de alimentarnos bien. La alimentación está profundamente conectada con nuestras emociones, y eso no está mal: es parte de ser humanos. Aprender a convivir con esa dimensión emocional, sin miedo ni culpa, nos permite construir una relación con la comida más amable, más real y nuestra.
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