En Costa Rica se habla mucho de homicidios, estadísticas y tasas por cada 100 mil habitantes. Y claro, es importante medir, pero hay algo que las cifras no capturan: lo que el miedo le está haciendo a nuestra forma de vivir.

La inseguridad no solo afecta a quienes aparecen en los reportes policiales, también transforma la vida cotidiana de quienes nunca han sido víctimas directas. Personas que dejan de caminar a pie, aunque vivan cerca, que ya no abren el portón si suena el timbre de noche, que dejaron de mandar a los hijos solos al parque, que prefieren pagar más por un Uber que arriesgarse en bus. Estas personas que viven con las puertas cerradas también van cerrando la confianza en el vecino, en el repartidor, en el Estado, en el país.

Eso también es un costo.

Un costo emocional, económico, cultural y social. Y lo estamos pagando todos los días porque el miedo erosiona cosas esenciales, apaga el comercio local en barrios donde ya nadie quiere pasar, afecta el turismo nacional porque la gente evita ciertas zonas incluso en temporada alta. Por supuesto que afecta el turismo internacional porque cada alerta de seguridad puede cancelar cientos de reservaciones en minutos.

También se refleja en el consumo porque cuando la gente tiene miedo, compra menos, sale menos, invierte menos. Y los pequeños negocios —los más vulnerables— lo resienten primero: cierre temprano, caída en ventas, pérdida de clientes.

Y otras cifras de las que nadie habla: la salud mental. Especialmente la de los niños, que crecen en una realidad donde la calle es peligrosa, la noche se evita y el “no hable con extraños” ya no es solo un consejo, sino una advertencia diaria acompañada de angustia en la cara de sus familiares. Muchos menores han normalizado vivir con ansiedad, con vigilancia constante, con miedo al asalto o al tiroteo.

Cuando se instala la idea de que un lugar es peligroso, quitar esa percepción toma años, paciencia y mucho dinero. Incluso si mejora, la gente no vuelve con la misma confianza, ni a invertir, ni a consumir, ni a pasear. 

La solución no es solo más policías —aunque hacen falta—. La solución es ordenar, es recuperar autoridad, es proteger a la mayoría que sí cumple la ley y dejar de normalizar el desorden por miedo al qué dirán. Y también, algo fundamental, es darles a las víctimas reparación y certeza de no repetición. Porque lo que más alimenta el miedo es la impunidad, la sensación de que aquí no pasa nada, de que todo se puede hacer sin consecuencias. Eso no solo hiere, desmoraliza.

Costa Rica fue, durante décadas, ejemplo de paz, de comunidad y de confianza en la calle, y todavía estamos a tiempo de recuperar eso. Pero no se logra con discursos encendidos ni con manoteos de indignación. Tampoco con evasivas. Se logra con decisiones claras, con prevención real y con firmeza donde haga falta. Especialmente para defender al país de las dinámicas criminales extranjeras que se están tratando de imponer y para las que no estábamos preparados. Ahora no basta con observar: hay que responder. Y hacerlo con carácter.

La inseguridad no es solo un problema de cifras. Es un problema que se mete en la casa, en el barrio, en la economía, en la mente. Y si no lo enfrentamos con valentía y claridad, el verdadero costo será vivir sin libertad, incluso sin darnos cuenta.

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