En los últimos días, he observado con creciente preocupación el rumbo que está tomando el discurso político en nuestro país. Como politólogo y educador, no puedo quedarme en silencio ante una serie de hechos que, si bien aún no constituyen una amenaza terminal, sí advierten un riesgo progresivo para la salud democrática de Costa Rica.

Las recientes declaraciones del señor presidente de la República, Rodrigo Chaves Robles, particularmente aquellas que insinúan desconfianza hacia el Tribunal Supremo de Elecciones a raíz del recurso de amparo electoral interpuesto por el politólogo Claudio Alpízar, no son un simple episodio de tensión coyuntural. En mi análisis, representan un síntoma más de una lógica de confrontación que amenaza con erosionar los pilares que han sostenido nuestra democracia por décadas.

Desde la Ciencia Política, entiendo que las democracias no se rompen de golpe, sino que muchas veces se desgastan lentamente, a través de discursos que deslegitiman las instituciones, que dividen a la ciudadanía y que debilitan la confianza social. Es ese proceso de deterioro silencioso el que más debería alarmarnos.

El Tribunal Supremo de Elecciones no es un actor menor: es una de las instituciones más respetadas y reconocidas por su imparcialidad, tanto dentro como fuera del país. Por eso, atacar su credibilidad sin pruebas claras, en lugar de fortalecer el debate democrático, introduce una peligrosa sospecha sobre el corazón mismo de nuestro sistema político: la voluntad popular expresada en las urnas.

No me cansaré de repetir que nuestras elecciones han sido y deben seguir siendo una fiesta ciudadana. Son un momento de esperanza, de participación, de renovación pacífica del poder. Cuando votamos, lo hacemos con alegría. Lo hacemos sabiendo que, en este pequeño país sin ejército, el pueblo manda, decide y elige sin coacción. No podemos permitir que la incertidumbre y el enfrentamiento verbal contaminen ese acto esencial.

Yo creo en una democracia viva, donde el disenso sea legítimo, pero no destructivo. Donde la crítica sea firme, pero respetuosa. Donde el poder no se entienda como dominio personal, sino como responsabilidad compartida. Y por eso, desde mi papel como académico y ciudadano, hago un llamado a la calma, a la prudencia y a la sabiduría.

No necesitamos más confrontación. Necesitamos liderazgos que escuchen, que dialoguen, que comprendan que el bien común siempre debe estar por encima de los intereses personales o electorales. Nuestro país merece claridad, altura y compromiso con las reglas del juego democrático.

Afortunadamente, creo que aún no hemos ingresado a una unidad de cuidados intensivos democráticos. Pero sí es momento de atender los síntomas, de fortalecer los valores cívicos y de recordar por qué Costa Rica ha sido un faro en medio de tantas tormentas latinoamericanas. Defendamos lo que hemos construido. Cuidemos nuestras instituciones. Honremos el voto. Y sigamos celebrando, con alegría y responsabilidad, nuestra condición de pueblo libre y democrático.

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