Los países son territorios separados por fronteras. Aunque, desde siempre, el ser humano ha prescindido de ellas. Por ejemplo, Estados Unidos es un país que ha intentado, durante décadas, controlar el flujo de migrantes sin mucho éxito. La mayoría de inmigrantes provenientes de la frontera sur con México continúan cruzando, trayendo consigo intrínsecamente todo un acervo cultural. En ciudades como Los Ángeles, San Diego, Austin y San Antonio, entre otras, se percibe a diario ese signo de resurrección del bagaje cultural.

Sin embargo, las fronteras culturales sí existen. Son aquellas que con la misma estructura interna ponen límites a sus habitantes. Por ejemplo, los límites lingüísticos que se construyen a partir de presupuestos culturales, como el lenguaje y esa relación entre las palabras y el mundo externo. Uno de los casos más evidentes es el de la población “no sabo” en Estados Unidos. Es una expresión usada por algunos latinos para referirse de forma despectiva a otros latinos que no hablan español. Es una forma de ver a los otros.

En un artículo publicado por la BBC ratifica que “personas que fueron jóvenes en los años 50 y 60, dicen que sus padres decían que era más importante hablar inglés y no español, porque tenían miedo sobre el futuro de sus hijos en el mercado laboral y en la sociedad en EE.UU. El artículo continúa diciendo que “un 65% de los latinos de tercera generación o más no pueden mantener una conversación en español y que 6 de cada 10 latinos usan el Spanglish: la mezcla de español e inglés.”

Los catedráticos David Toledo y Laura García en el artículo “La realidad lingüística en la frontera Tijuana (México) - San Diego (Estados Unidos)” hacen énfasis de como “la vida en la ‘borderline’ se ve reflejada por la cotidianidad, pero de la misma manera por el contacto de lenguas que se viven, se enlazan y hacen del inglés y español lenguas en contacto.

Para el ciudadano que radica en la frontera es común ver el paisaje lingüístico en dos lenguas (inglés-español), utilizar anglicismos o préstamos lingüísticos, comprar productos de primera necesidad en Estados Unidos o en México, contar con doble seguro para los autos, cruzar a diario la frontera (“ir al otro lado”) para realizar compras del supermercado, uso del servicio postal o ir a supervisión médica. La vida de los ciudadanos residentes de Tijuana y San Diego está entrelazada por un sin fin de actividades que hacen del contacto entre lenguas un estilo de vida.” El ciudadano fronterizo llamado ‘borderlander, vive inmerso en un proceso bilingüe que es determinado a partir de su experiencia con ambas lenguas, lo que escucha y lee en inglés y español en un ambiente real de inmersión, pues vive en ciudades fronterizas.

La realidad es que esta generación de los “no sabo” esta intentando cambiar las cosas. En una reflexión Abigail Segoviano narra que “aunque tuve el privilegio de haber nacido en Estados Unidos, donde el inglés es el idioma principal, sigo teniendo la sensación de que no pertenezco en este país. Me pasa lo mismo cuando voy a México a visitar a mi familia. Siento que no soy lo suficientemente mexicana porque en México hablan español con fluidez, mientras que el mío se considera roto. Esa barrera me ha hecho consciente de mi identidad como mexicana-estadounidense. Por eso, después de mi primer año en la Universidad Estatal de San Diego, decidí hacer una concentración menor en español para seguir practicando el idioma”.

Los científicos sociales continúan estudiando estos fenómenos culturales en el contexto de la producción de la memoria y el conocimiento transmitido por la herencia intangible de una generación a otra. Entender estas maneras en que las culturas se manifiestan y de cómo, en este caso, las prácticas lingüísticas en contextos migratorios y los recursos creativos pueden impactar a toda una región positiva o negativamente.

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