El simbolismo es una herramienta poderosa en la comunicación y la aparición de los líderes tecnológicos compartiendo escenario con Donald Trump en actos públicos previos y durante la inauguración de este 20 de enero, trasciende cualquier narrativa de cortesía o diplomacia.
El tejido de las industrias tecnológicas ha evolucionado hasta convertirse en un entramado inseparable de nuestra vida cotidiana. Las plataformas que estos líderes supervisan no solo modelan la forma en que interactuamos y percibimos el mundo, sino que también actúan como arquitectos de una esfera pública digital de libertad de expresión que, paradójicamente, a nivel de negocio cada vez parece menos pública. Entonces, ¿qué implica esta cercanía entre los titanes tecnológicos y el poder político? ¿Dónde están los límites y las responsabilidades de su interacción con los sistemas públicos siendo empresas privadas?
La presencia de Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Sam Altman, Tim Cook, Sundar Pichai y Shou Zi Chew, junto a Donald Trump en la inauguración presidencial de 2025 se entiende como un alineamiento estratégico que fusiona intereses corporativos y estatales. Musk, CEO de Tesla y SpaceX, contribuyó con aproximadamente $300 millones al fondo inaugural de Trump, uniendo su donación a los millones que aportaron las figuras anteriormente mencionadas.
No es una novedad que las empresas privadas de comunicación, como noticieros y periódicos, sean participantes activos de las dinámicas gubernamentales. La economía y el crecimiento del sector privado han sido un eje constante de liderazgo, partícipe en las estrategias gubernamentales desde la invención del concepto de democracia.
Dinámicas de poder sin precedentes
La diferencia abismal entre las dinámicas de poder e influencia política que conocemos y las nuevas que están surgiendo amenaza con pasar desapercibida, y es fundamental para entender los riesgos de este análisis. Si bien la colaboración entre los sectores público y privado puede ser constructiva en áreas como la investigación científica o el desarrollo de infraestructuras, no podemos obviar el hecho de que, en este caso, hablamos de un poder sin referentes previos, que abarca desde la interacción íntima familiar de un usuario hasta la narrativa global. El manejo masivo de datos, fruto de una interacción constante y, hasta cierto punto, impuesta para ser entes funcionales en sociedad, permite una perfilación individual que no había sido posible hasta hace un par de años.
El acercamiento de estas empresas como Google, Whatsapp, Facebook, Amazon, OpenAI, Uber, entre otros, podría interpretarse como una búsqueda de estabilidad: las políticas gubernamentales influyen en las industrias tecnológicas, desde regulaciones sobre inteligencia artificial hasta incentivos fiscales para la innovación. Sin embargo, plantea inquietudes sobre la influencia directa del poder económico en el diseño de políticas públicas y la vulnerabilidad del sistema democrático frente a los intereses de quienes controlan las herramientas digitales que informan y moldean la opinión pública.
¿Neutralidad comprometida?
En este contexto, es válido cuestionar si la "neutralidad" de las corporaciones tecnológicas está comprometida. Musk, conocido por sus posturas disruptivas y su capacidad para influir en los mercados con sus tweets, y Zuckerberg, señalado en múltiples ocasiones por el manejo de datos personales y la falta de control sobre campañas de desinformación en sus plataformas, no son figuras que tengan un historial contributivo a visiones de progreso democrático sin intereses de por medio.
Sin imponer juicios de valor, las repercusiones se evidencian con cambios abruptos y notorios en las plataformas de comunicación y coinciden con las fechas de la agenda política. El pasado 7 de enero, Meta anunció que eliminaría su programa de verificación de datos de terceros sustituyéndolo por un sistema de “notas comunitarias”, abriendo nuevamente el debate de la plaga de las fake news.
Es crucial analizar estos gestos no como actos aislados, sino como manifestaciones de una dinámica de poder en la que la influencia política se extiende más allá de las urnas. Nos enfrentamos a un futuro donde los algoritmos y las decisiones corporativas trazan límites borrosos a la hora de determinar el acceso a derechos fundamentales, como la libertad de expresión o la participación en los debates que moldean nuestras sociedades.
Un dilema de futuro
En última instancia, la presencia de estas figuras en los gobiernos da paso a un dilema mayor: si estamos confundiendo el poder económico con la capacidad de guiar el destino social y político de una nación. La alineación de los líderes tecnológicos con figuras políticas, como la de Trump, refleja un cambio de paradigma en el que el control de la información y la creación de las narrativas públicas no solo depende del estado, sino de un puñado de corporaciones privadas con intereses más allá de la democracia. Este fenómeno, en lugar de ser una mera coincidencia, nos obliga a reconsiderar si estamos realmente en una era de libertad de expresión o si el concepto de “verdad” resulta dependiente absoluto de la información que recibimos por los algoritmos. Sobre todo, admite la posibilidad de que los hilos invisibles de las corporaciones dicten qué opiniones pueden ser escuchadas, qué información puede circular, y qué futuro nos espera en una sociedad cada vez más dependiente de la tecnología que además no cuenta con las herramientas para regularla.
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