Creía que todos teníamos claras las razones por las cuales esta semana el CIEP señaló que la popularidad del presidente había repuntado. No obstante, parece que no son pocas las personas que no ven en este fenómeno explicación lógica. La burbuja en la que muchos nos movemos puede hacernos creer que nuestra realidad es la realidad de todas las personas, que nuestro sistema de valores es, o debería ser, el que rija el comportamiento de todos. Que nuestras prioridades deberían ser las prioridades de todos.
El concepto ya desgastado de “las dos costas” no solo evidencia desigualdad económica y de oportunidades, sino también dos concepciones muy diferentes del sistema político costarricense. Durante años, se ignoró que para que un país funcione se necesita paz social, y que esta solo es posible mediante la inclusión de todas las personas en el desarrollo socioeconómico del país.
El presidente es muy popular. Lo es por varias razones, pero principalmente porque el costarricense promedio perdió la esperanza de que las cosas mejoren y optó por una especie de venganza contra unas élites que, durante años, han hablado de un país al que muchas personas sienten que nunca han pertenecido. Usar el término “élites” puede hacernos sentir ajenos al grupo privilegiado al que esta mayoría dirige su enojo. Sin embargo, la realidad es más compleja.
Según el INEC, el 3,4% de la población mayor de 24 años no cursó ningún grado del sistema educativo; un 11,4% cursó la primaria, pero no la concluyó, y un 26,5% terminó solo ese nivel. Además, el 15,7% inició la secundaria, pero no logró graduarse. En total, más del 56% de la población no pudo concluir la secundaria.
Esto no debería alimentar sesgos clasistas que reduzcan el apoyo al presidente a un tema de "ignorancia". Al contrario, estos datos reflejan una exclusión histórica del sistema educativo y el impacto que ello tiene en un país donde los salarios que permiten sobrevivir medianamente bien están reservados para puestos calificados. Para más de la mitad de la población, la respuesta de ese mercado laboral es un rotundo "no". Esto no es solo un número; es frustración, cansancio y miedo de que sus hijos repitan el ciclo. En esa situación, no resulta extraño que el discurso del presidente contra, por ejemplo, la universidad pública, encuentre validación.
Apenas un 23,6% de las personas mayores de 24 años que lograron concluir la secundaria ingresaron a la universidad, y muchas menos lo hicieron a una universidad pública. ¿Se entiende lo alejados que estamos de la realidad material de esta mayoría?
Esto no quiere decir que usted o yo vivamos bien, en un condominio de lujo o ganando 4 millones de colones al mes (de las discusiones más bochornosas en la Asamblea Legislativa mientras medio GAM no tenía agua). Lo que significa es que somos una minoría quienes conservamos un determinado arraigo al sistema político, al Estado y sus instituciones. Para esa mayoría excluida, no importa que en la Comisión de Asuntos Hacendarios se hayan revertido recortes a la educación y salud; esa inversión social no se traduce en bienestar tangible. Es como si ese dinero pasara de largo.
Lo mismo sucede en seguridad, donde la justicia pronta y cumplida no es ni una ni la otra, pese a tener un régimen salarial oneroso. O en el sector privado, con la marcada diferencia entre las condiciones excepcionales de la industria de zona franca y las dificultades del régimen definitivo, atrapado en la burocracia y las cargas fiscales. Así podríamos seguir enumerando desigualdades que resultan muy odiosas como para no resentirlas.
Ante la falta de esperanza de que las cosas mejoren y cambien realmente, la venganza, al menos en un plano discursivo por ahora, es reconfortante para quien no percibe beneficios del Estado ni de sus instituciones. El país no irá a mejor con eso, pero poco importa para una mayoría que ya lo estaba pasando mal.
El último chance, si es que ya no es demasiado tarde, está en reconocer y validar este enojo legítimo, y en que alguien con verdadera autoridad moral proponga soluciones que hagan un balance entre un Estado de derecho que nos aleje del autoritarismo y los cambios sustanciales que conduzcan al país hacia una nueva época de desarrollo y bienestar.
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