Para quienes creen que la democracia y la institucionalidad son los mecanismos primordiales para el ejercicio del poder y el ordenamiento de la vida en sociedad, los acontecimientos nacionales e internacionales deben ser vistos como preocupantes señales de que este experimento occidental se derrumba a nuestro alrededor. Una compleja mezcla de factores, tales como noticias falsas, análisis de datos, inteligencia artificial, redes sociales, populismo y una infraestructura electoral incapaz de dar la talla ante la complejidad de los tiempos, ha provocado un fenómeno capaz de hacer tambalear el sistema democrático, incluso en países altamente institucionalizados, como es el caso de los Estados Unidos. Para Costa Rica, en particular, la única esperanza camino a las elecciones del 2026 yace en la capacidad que tengan la ciudadanía, la prensa, las autoridades electorales y los partidos políticos institucionalizados de apoderarse de una narrativa basada en hechos.
Una nueva corriente política ha surgido a lo largo del mundo occidental. Algunos la describen como el surgimiento de las derechas populistas o “far right movements”. Pero, en mi opinión, es mucho más delicado que eso. Atrás quedaron los tiempos en que el debate político entre fuerzas se centraba en complejas discusiones sobre el tamaño del Estado, el balance de presupuestos, las prioridades de inversiones sociales, estrategias de comercio internacional, política ambiental y retos educativos. Hoy emerge una nueva fuerza disruptiva cuya verdadera ideología y talento radican en la habilidad de construir narrativas falsas y realidades alternativas. Grandes maestros del diálogo incendiario, el análisis de datos para ejecutar complejas campañas de ingeniería social, la difusión de contenido falso y ejércitos de cuentas en plataformas sociales son los elementos que unen las corrientes políticas de Trump, Milei, Bukele, Rodrigo Chaves, Bolsonaro y Le Pen.
Las democracias se desarrollan de manera saludable bajo la premisa de que exista espacio para opiniones diferentes, pero también un acuerdo en el conocimiento de los hechos. Es ahí donde estas fuerzas asestan una estocada al tejido fundamental que sostiene el modelo: quienes no pueden coincidir en la realidad no pueden construir acuerdos de convivencia.
Rezagados han quedado los contrapesos democráticos que históricamente equilibraron las reglas del juego. Hasta hace no mucho tiempo, en una era anterior a los complejos algoritmos de las redes sociales y la ingeniería social basada en datos, la prensa y las autoridades electorales se encargaban, desde sus respectivos campos de acción, de garantizar que las fuerzas políticas se mantuvieran ancladas a una narrativa que, al menos en su mayor parte, fuese un bosquejo razonablemente cercano a la realidad. A partir de ahí, las propuestas políticas basadas en pragmatismo, análisis técnico, ideología, creatividad o sentido común permitían elaborar los distintos caminos que las fuerzas le presentaban a la ciudadanía. Por más diferentes que fuesen, estas propuestas se desplazaban sobre un mismo marco de referencia.
Sin embargo, la velocidad con la que los contenidos falsos, incendiarios y alejados de los hechos se difunden hoy en día genera una distorsión de la realidad en los grupos objetivo del populismo. Este fenómeno, en ocasiones, desborda o pasa desapercibido para los actores que históricamente han mantenido las narrativas bajo control. Además, estas nuevas derechas han incluido en su estrategia de manipulación el desprestigio de esos mismos entes, lo que complica aún más la capacidad de réplica efectiva.
En este sentido, el proceso electoral del 2026 para Costa Rica será más que la elección de los próximos jerarcas de gobierno. Este podría convertirse en un referéndum sobre los valores y las premisas fundamentales del pacto social costarricense. Un punto de quiebre que defina quiénes somos y en qué creemos. La corriente populista tiene muy afinada toda su maquinaria generadora de distorsiones, y, de momento, no estamos preparados para enfrentarla.
Necesitamos con urgencia una alianza de sectores sociales, una estrategia capaz de colocar y presentar los hechos y las verdades como punto de partida de cualquier discusión. Una prensa energética y eficaz que sea capaz de identificar y exponer cualquier intento del populismo por distorsionar la narrativa nacional; autoridades electorales que promuevan y presionen a los actores políticos para mantener un debate de altura y que puedan detectar a tiempo cualquier irregularidad; y una respuesta de los partidos políticos que creen en la institucionalidad —sí, los tradicionales— para presentar una opción potable, responsable y que esté a la altura de los complicados tiempos.
En última instancia, es el ciudadano costarricense quien acarrea la mayor parte de la responsabilidad. En la población recae la carga de corroborar fuentes, analizar las propuestas y diseccionar de manera crítica los elementos de las narrativas antes de tomar una decisión. Al final de cuentas, la democracia y sus beneficios no están ni han estado nunca garantizados. Por el contrario, su existencia misma está en constante amenaza por parte de los miedos y los fantasmas más oscuros de la naturaleza humana. Su supervivencia depende de una población dispuesta a defenderla a lo largo del tiempo.
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