Existen dos fenómenos igualmente perniciosos para la Administración Pública, que podrían ser considerados como las dos caras de una misma moneda: las vacas sagradas y la cultura de servilismo en los funcionarios subordinados.
Por vacas sagradas, no me refiero aquí a ningún tipo de ganado bovino de la India, sino a funcionarios que ocupan los más altos niveles de la Administración Pública pese a carecer de los méritos necesarios para ello; una vez llegados al poder, resultan usualmente inamovibles, no porque sean de alguna forma competentes para el puesto, sino por sus conexiones con aquellos de los que depende su continuidad en el puesto. Resultan particularmente perniciosos para una democracia, ya que ocupan puestos para los que no se hallan calificados, desplazando de ellos a personas más competentes; con ello afectan la toma de decisiones de la Administración Pública, acabando de paso con la meritocracia como presupuesto fáctico determinante de los ascensos.
Una vez en el puesto, disfrutan de las ventajas del poder; son inmunes a cualquier tipo de persecución por las faltas cometidas en el ejercicio de su cargo, y de llegar a ocurrir alguna, saben mover los hilos para provocar que la responsabilidad recaiga sobre algún subordinado (tonto útil). Aquí es precisamente donde intervienen los serviles: no solo estos hacen lo necesario por ganar el favor de las vacas sagradas, sino que incluso pueden mirar hacia otro lado cuando se percatan de algún tipo de falta de las primeras que comprometa la probidad con la que deberían ejercer sus funciones.
Las vacas sagradas y los serviles mantienen por ello una relación de tipo simbiótica: los segundos necesitan de las primeras para ascender (de hecho, aspiran en convertirse en una de ellas en el futuro próximo) en tanto que las primeras necesitan de los segundos para ejecutar sus acciones contrarias a la probidad y para construir una importante red de cuido a su alrededor que les permita atribuir a otros la responsabilidad por sus actos en caso de ser necesario.
Cuando una Administración Pública cae en una crisis de legitimidad, usualmente ello obedece al hecho de que ambos fenómenos (caudillismo y servilismo) han superado ya el límite de que podría ser considerado como lo normal, por lo que la institución responde principalmente a intereses de carácter privado antes que al bien común. Sin temor a equivocarme, esta es una situación observable desde muchos años atrás en el Poder Judicial: define la dinámica de ascensos en la institución, así como el propio uso de la Inspección Judicial como mecanismo para la intimidación y control de las relaciones laborales. Si alguien tiene algún tipo de duda, podrá revisar las listas de personas usualmente recomendadas para ocupar puestos de importancia en la institución, logrando con ello identificar las relaciones de amistad que las ligan con los cargos superiores del Poder Judicial; también, al observar los dispares resultados en investigaciones disciplinarias seguidas por el mismo tipo de faltas.
¿Qué hacer entonces para combatir semejante realidad? La respuesta es sencilla y compleja a su vez. El primer paso en la dirección correcta supondría eliminar la intervención de los diputados en la elección de los magistrados, así como la posibilidad de reelección de estos últimos: quien deba regresar a su antiguo puesto luego de unos pocos años y se vea obligado con ello a rendir cuentas por las acciones realizadas en ejercicio de la magistratura, se cuidará más de no abusar del poder cuando sea designado en tales cargos.
Sobra decir que el panorama no es para nada alentador.
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