Esta semana arrancó en Colombia la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad y el llamado es simple pero contundente: hacer las paces con la naturaleza, salvar las especies en peligro y preservar los ecosistemas de nuestro planeta. Mientras, por un lado, líderes mundiales y de organizaciones ambientalistas se reúnen para tomar decisiones y establecer acuerdos de acción para la conservación, por el otro, el crimen silencioso del ecocidio transita por el planeta con plena libertad.

Y es que se ha puesto de moda el concepto “ecolatría”, pero ¿es realmente la ecolatría el problema? Una persona ecólatra es aquella que defiende a ultranza todo lo relacionado con la ecología. En pocas palabras, una persona que tiene interés por la protección de los seres vivos y la relación de estos con el medio ambiente en el que habitan. Los sectores que usualmente utilizan este concepto lo asocian con “extremistas ambientales” y “proteccionistas” como si estos fueran los malos de la película.

En el contexto en el que nos encontramos, cuando de repente tenemos lluvias extremas con inundaciones que arrasan con los hogares de cientos de personas y al siguiente, meses de sequía que devastan las producciones agropecuarias.Está claro que el mal es otro y deberíamos estar hablando y señalando el ecocidio.

¿Qué es el ecocidio? Básicamente, este concepto describe cualquier tipo de actividad que deliberadamente cause un daño ambiental significativo, un daño grave y masivo de forma generalizada o a largo plazo.

El término ecocidio se utilizó por primera vez en 1970 en la “Conferencia sobre la guerra y la responsabilidad nacional en Washington” para referirse a la destrucción ambiental y humana provocada por el Agente Naranja, un herbicida utilizado como arma química en la guerra de Vietnam. Posteriormente, el concepto se incorporó a las discusiones en la ONU y con el pasar de los años ha crecido la necesidad de catalogar el ecocidio como un crimen internacional.

Actualmente, la Corte Penal Internacional reconoce la destrucción del medio ambiente en el contexto bélico, lo que le otorga jurisdicción para juzgar estos daños como crímenes de guerra. Si el tribunal aceptara el ecocidio, se abriría la posibilidad de procesar a individuos por daños masivos al medio ambiente.

La devastación de los ecosistemas debido a la extracción de recursos, la contaminación o la deforestación puede obligar a comunidades enteras a abandonar sus tierras. Este desplazamiento no solo implica la pérdida de hogar, sino también la disolución de la cultura y la identidad comunitaria. Sé que para algunos esto puede sonar lejano y como realidades del otro lado del mundo, pero no es así.

Hace poco en Panamá, las personas habitantes de la isla Gardí Sugdub, se convirtieron en la primera comunidad en recibir el título de “refugiados climáticos” en el continente. El incremento del nivel del mar provocó la necesidad de esta comunidad de movilizarse fuera de la isla que cada vez más frecuentemente sufría por las inundaciones. ¿Les suena? Yo soy de esa generación que creció escuchando “Puntarenas se va a hundir”. ¿Será que la gente sabiendo esto puede recorrer el paseo de los turistas, con esa joya llamada churchill, ignorando que el cambio climático y el calentamiento global están acelerando el proceso? Yo no.

El ecocidio no es solo un problema ambiental, sino una crisis que amenaza nuestra propia supervivencia. La interconexión entre los sistemas naturales y sociales es evidente, y la degradación ambiental exacerba las desigualdades existentes. La protección del medio ambiente es una obligación ética ineludible para las generaciones presentes, es un imperativo moral y social, aunque incomode.

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