Dedicado al compita de escuela a quien patié los güevos.
Yo, que fui víctima de bullying, entiendo cómo es. Recuerdo cómo es.
Empieza con una broma; después otra y otra; el bromista sigue y sigue, y uno primero se ríe, porque uno piensa que solo van a ser bromas, que de ahí no va a pasar y que, en cierto modo, bromear es una forma de socializar, que es una forma de incluirlo a uno en el grupo, que el bromista tiene algún aprecio por uno, alguna confianza.
Pero luego las bromas siguen y siguen, y se convierten en algo que ya no es tan gracioso; aun así, uno sigue riéndose, porque piensa que a punta de simpatía esas bromas que se han convertido en pequeñas agresiones van a detenerse, que ese compañero va a detenerse, porque uno no concibe que quiera hacerle daño a uno, porque es un compa. Pero el compa solo sigue y sigue con estas pequeñas agresiones que dejan de ser pequeñas y entonces uno empieza a quejarse; todavía se ríe, en medio de las quejas, porque uno cree que aún es un juego.
Un juego brusco, sí, pero entre compas, entre iguales, entre amigos, por qué no. Uno todavía piensa que ese agresor podría ser un amigo, porque uno no tiene muchos parámetros para entender lo que es un amigo. Pero el agresor solo sigue y sigue, y entonces uno cae en cuenta de que está siendo agredido, de que ya es parte de las estadísticas del bullying, de que ya es como uno de esos chicos de las películas.
Uno trata de racionalizar y se dice que la agresión ya alcanzó un punto “razonable”, si tal cosa existe, y que el agresor podría darse por satisfecho, que ya se divirtió bastante, que ya demostró su punto, que ya tuvo su momento para lucirse. Pero el agresor solo sigue y sigue, y entonces uno protesta, ahora sin reírse, y trata de defenderse o de escapar.
A veces, defenderse funciona, porque no está en el plan de los agresores que uno se defienda y es engorroso agredir a alguien que se defiende; mejor buscar un jamoncito. En mi época de escuela, le pateé los testículos a un muchacho que estaba golpeándome; juro que no fue mi intención, yo solo envié la patada a donde fuera, con los ojos cerrados.
Cuando mi agresor se repuso, se desquitó con una postrera seguidilla de golpes apenas simbólicos, pero nunca más volvió a molestarme. Sin embargo, a veces no hay defensa posible, porque el agresor es más grande o más fuerte o tiene compinches o tal vez uno simplemente no se anima a defenderse, porque uno piensa que no tiene la fuerza necesaria, porque siente miedo o porque no tiene esa agresividad, esa energía, ese talento para la violencia, y la desesperación no ha alcanzado una masa crítica para forzarlo.
Y a veces, huir funciona, pero al precio de vivir con miedo de volver al sitio donde sucedió la agresión, miedo de volver a la escuela, al colegio, a los scouts, a la calle, miedo de volver a estar en presencia del agresor. Y a veces no se puede huir, porque el agresor nos tiene atrapados. Y entonces, uno llora. Y uno alberga la esperanza de que el llanto remueva la empatía del agresor, la humanidad del agresor, la piedad del agresor, pero el agresor solo sigue y sigue y sigue…
Y se divierte haciéndolo.
Y los demás se divierten con él.
La gente de cierta edad se sorprende por los grados de violencia que ha habido en el país en esta época, pero esa violencia siempre ha estado allí, soterrada bajo el mito de la Costa Rica pacífica.
Siempre ha habido gente agresiva y cobarde oculta, esperando su momento; gente que tal vez sea psicópata o simplemente malvada; o gente que también ha sido víctima de agresores y su mente quedó configurada desde temprano para la violencia. Su momento llega cuando algo los hace sentirse autorizados para agredir. En otros países, el momento llega cuando son reclutados para el ejército; aquí, tal vez llega cuando se convierten en policías o delincuentes. Otros no son policías ni delincuentes, pero agreden cuando se sienten autorizados de otras formas.
Tener el permiso para ejercer la violencia es una forma de descargo, de liberarse de la culpa, de pasar la responsabilidad. Es una forma de convertir en monstruos a los otros, como expone Rafael Ángel Herra en su ensayo Lo monstruoso y lo bello: convertimos al otro en monstruo para descargar en él la culpa.
Los agresores buscan las justificaciones para ejercer la violencia; que el compañero es gordo, negro o dientón, lo cual es monstruoso; peor si es mujer, porque las mujeres no tienen derecho a ser feas; que el compañero es nica y los nicas son malos; que lleva las mejores notas y hace quedar como tontos a los demás, ¡hay que vengarse de eso! Si no hay justificaciones, las inventan; recuerdo a un compañero de escuela que detestaba a otro porque era “raro” y “estúpido” de formas que nunca pudo explicar. Simplemente le caía tan mal gratuitamente que le daban ganas de apiárselo.
El objetivo del hostigador es envilecer al otro, reducirlo a una condición de abyecto, convertirlo en monstruo y ejercer su poder sobre él, porque los héroes combaten a los monstruos. No solo se trata de ganar poder sobre la víctima; se trata de ganarlo también sobre los demás, que observan y aplauden al héroe.
Como sea, ser agresor tiene prestigio; por más que haya libros y películas en contra del bullying, por más que se hable en contra de la violencia, por más que muchos ahora despotriquen en contra del muchacho de este o aquel video, por más que la gente se queje en redes sociales, ser agresor tiene prestigio.
Al agresor nunca le faltan los followers, los groupies, los minions; nunca le falta quien lo defienda y lo justifique. Siempre hay un público que se ríe con los agresores y se ríe de las víctimas, porque es mejor ponerse del lado ganador. Ese público admira la desfachatez o incluso la valentía, según ellos, con que el agresor está haciendo algo incorrecto, rompiendo normas que ellos desearían romper, normas que de por sí han fallado mil veces porque el mundo es vil y corrupto.
El público admira su rebeldía, la sensación de libertad que transmite, la suficiencia con que vive, su capacidad de infligir dolor, en la cual está implícita una capacidad de defenderse que otros no tienen; se le admira como se admira a los villanos, los héroes, los monstruos y los dioses, categorías que muy a menudo están confundidas. Muchas de esas personas que arremeten en contra de un agresor específico, luego aplauden a otro.
Por eso siempre hay un momento en que uno desea ser agresor, no solo para dejar de llevar la peor parte, sino también para ser aceptado, entrar en aquel grupo, reírse con ellos y no que se rían de uno, convertirse en un espécimen más apto para la supervivencia: triunfar en la jungla, ligarse a aquella güila, conseguir aquel trabajo, aquel puestazo; tener su propio público.
Uno de mis hostigadores, en un extraño y paradójico momento de empatía, me dijo casi con cariño eso me iba a servir para hacerme hombre y aprender a defenderme. Y siempre hay un momento en que uno admira a su propio hostigador e incluso cree necesitarlo. En eso, los agresores se parecen a los dictadores, que no son otra cosa que matones a gran escala.
Uno pensaría que el hostigamiento disminuye o desaparece con la madurez, pero solo se transforma; la violencia sigue promocionándose en la familia, en el deporte, en las jefaturas, en la política, en todos lados.
Muchas personas no comprenden el papel que tienen las autoridades en un suceso tan fortuito como un adolescente que agrede a otro en un bus de un pueblo distante: no hay legitimación de la violencia tan decisiva como la que ejerce una autoridad. Recordando aquel famoso discurso de Meryl Streep en una entrega de los Globos de Oro:
Cuando el instinto para humillar es utilizado por alguien en una plataforma pública, por alguien poderoso, se filtra en la vida de la gente, porque da permiso a otros para hacer lo mismo”.
Combatir la agresión no se logra con castigar a un agresor en particular; la mano dura, tan promocionada por muchos, solo sirve para castigar a agresores que ya cometieron sus fechorías contra víctimas por las cuales ya no se puede hacer gran cosa. Se castiga a los pocos que por casualidad se viralizaron, como estos casos en los buses (¿qué diablos pasa en los buses?) o aquel infame caso de las empleadas apaleadas en las tiendas SYR, de las cuales no me olvido.
Y entonces el propio agresor se convierte en víctima, en otro monstruo en el cual descargar la culpa, e hipócritamente nos sentimos bien porque está bien castigar a esa abominación que es peor que nosotros. Pero estas acciones solo sirven para tener unos cuantos chivos expiatorios y construir la farsa de que estamos haciendo algo, de que las autoridades están haciendo algo.
Mientras tanto, hay montones de casos que siguen en la sombra y con los cuales nadie hace nada. La mano dura solo es otra forma de aplaudir la violencia, muchas veces ejercida desde autoridades que, lejos de combatirla y prevenirla en sus orígenes, la promocionan, la practican y la estimulan a través de agresiones institucionales que se aplauden porque son “lo que hay que hacer”. “Estilo gerencial”, dicen por ahí.
Dicen ahora que el otro o la otra empezó, que también agrede, que también le gustan los juegos bruscos, que es que eso no se vio en el video, que fue en legítima defensa, que fue en igualdad de condiciones, que ya me había hecho lo mismo… El discurso de la legítima defensa está tan usado y retorcido como el trapo de un palo’e piso. Legítima defensa es la patada en los testículos que le di a mi compañero de escuela; en cambio, superar la violencia del otro y llevarla hasta otro nivel ya no es defensa, pero volvemos al punto: los agresores necesitan autorizar sus actos.
El otro discurso que ahora están retorciendo es el de la igualdad. Cuando yo era pequeño, mi abuela decía que un hombre que le pegaba a una mujer era un chuchinga. ¡Qué gran palabra! Y ya es poca la gente que la usa; deberíamos rescatarla. Claro, el término encierra un fuerte machismo, porque un chuchinga era alguien que pegaba a las mujeres porque no era lo bastante hombre para pelear con los hombres. Pero también había una ética del repudio a la agresión: para mi abuela, un agresor de mujeres estaba entre lo peorcito de la sociedad; una mujer podía perdonar muchas cosas a un hombre, pero agredirla ¡jamás! Ahora muchos hombres dicen “¿querían igualdad? ¡Aguanten!” Y no falta quien les aplauda.
Entonces, ¿esa es la gran solución: responder con niveles cada vez mayores de violencia hasta llegar a la guerra total?
La violencia solo se detiene cuando decidimos no ser agresores ni aplaudir a agresores. Punto. No hay otra forma. Cuando la violencia deje de tener prestigio, cuando dejemos de reírnos con los agresores, de popularizarlos y votar por ellos; cuando el agresor se quede sin su público, se le cierren puertas y deje de encontrar una ganancia en ser lo que es; solo entonces va a haber un cambio cultural que ninguna mano dura puede lograr. Porque, ahorita, si deja ganancia ser agresor, ¿por qué habría de cambiar?
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