El verdadero encumbramiento de la Constitución Política en la cúspide del sistema normativo es una historia reciente. Su exigibilidad era un proceso incipiente en Europa a finales del siglo XIX.
En democracias débiles, las constituciones se conciben como declaraciones de principios abstractos, desprovistas de verdadero poder normativo.
Y sin fuerza normativa de la Constitución, las democracias eras volátiles, con derechos fundamentales susceptibles al vaivén del poder político.
El control permanente de la constitucionalidad de la ley y los actos administrativos es uno de los pilares esenciales sobre los que se asienta la fuerza normativa de la Constitución.
Nuestro país adoptó el modelo europeo del control concentrado de constitucionalidad e instauró, apenas en 1990 la jurisdicción constitucional, ejercida por la Sala Constitucional.
Estos mecanismos habilitaron la posibilidad de accionar la inconstitucionalidad de una ley y gracias a ellos, hacemos efectivos nuestros derechos fundamentales y exigiendo su cumplimiento a las autoridades, a través del recurso de amparo.
Otra de las piedras angulares de la Constitución son los procedimientos agravados para su reforma. Esto forma parte de lo que se conoce como el principio de rigidez constitucional. Si una ajustada mayoría transitoria pudiera cambiar la Constitución, se debilitaría severamente la legitimidad histórica de sus preceptos. Cualquier efímera coalición que detente el poder podría cambiar las reglas del juego democrático. Es por ello que la Constitución define la arquitectura superior de los órganos políticos de un Estado.
La Constitución confiere un estatus especial a esas instituciones que instaura: tales como los poderes del Estado, el Tribunal Supremo de Elecciones o la Contraloría General de la República, en el caso costarricense. Cabalmente para distinguir sus competencias de las demás entidades instrumentales de Derecho Público.
Por lo anterior, una excesiva mutación constitucional, principalmente a través de la erosión paulatina de las competencias exclusivas de los órganos superiores del Estado conlleva un debilitamiento de la fuerza normativa de la Carta Magna.
La denominada Ley Jaguar, pretende reformar el ámbito de las competencias de la Contraloría General de la República, a través de la introducción de limitaciones en su ley orgánica, entre otros cambios. Las leyes orgánicas le dan estructura a los mandatos derivados de la Constitución Política para las instituciones del Estado, pero no pueden vaciar de contenido tales mandatos. Una ley orgánica que desnaturalice una institución de rango Constitucional es una paradoja que quebrantaría el orden constitucional.
No sorprende la intencionalidad de flexibilizar controles a priori de la Administración. Tal intención es común entre gobernantes y, no necesariamente, es algo originado en una mala intención. Se ha escrito extensamente sobre la tendencia de la huida del Derecho Administrativo, a través de diversos mecanismos dentro del mismo marco de legalidad. En este caso, preocupa el método: llevar a referendo una evidente paradoja constitucional.
Todas las autoridades son responsables de promover el resguardo de la fuerza normativa de la Constitución, de ahí que sea el primer compromiso de su juramento constitucional. Esta es una responsabilidad particularmente severa en el caso del Presidente de la República, autoridad superior del Ejecutivo con la obligación de ejecutar la ley, quien ostenta la representación del Estado, y quien tiene un estrado único para modelar la cultura política de la nación.
Promover desde ese espacio el menosprecio de las delicadas formas que encumbran a la Constitución relativiza peligrosamente el valor normativo de la Constitución.
Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.