Hubo una época no muy distante en la historia de la humanidad en que la inmensa mayoría de personas tenía una conexión directa con los procesos de producción de alimentos y con los ciclos de la naturaleza. Un par de generaciones atrás sembrábamos flores y plantas comestibles, cuando no huertas o milpas que alimentaban a familias numerosas en comunidades donde se compartían los alimentos. Eso nos ayudaba a prever el futuro guardando en tiempos de vacas gordas para tener en los de vacas flacas.

La agricultura es la actividad emprendedora más antigua. Por diez mil años la humanidad ha expandido por todo el planeta la experiencia de sembrar semillas con la intención de que germinen y produzcan frutos a futuro. Para algunos es un acto de fe, para otros, un riesgo financiero, una actividad artística o una manifestación de sensibilidad por la naturaleza.

De cualquier manera, nuestro quehacer como seres humanos con aspiraciones e intenciones está muy arraigado en realizar actividades en el presente que surtan efecto y tengan impacto en el futuro. Así es la política pública, la gobernanza, la gerencia, las finanzas, el arte, la salud, la educación, el matrimonio. Aún más dramático es el caso de las religiones, que impulsan la noción metafísica de prosperidad más allá de la vida misma.

Recuperar esa conexión entre la naturaleza y la humanidad es de vital importancia para nuestra especie y para la biósfera misma a la que pertenecemos y que nos sostiene. Seríamos mucho más prósperos, productivos, pacíficos y felices si comprendiéramos la relación de interdependencia que existe entre el quehacer humano – agregado desde lo individual hasta lo colectivo – y el tejido que hospeda a toda la vida en la Tierra.

Al igual que la naturaleza, la educación es una continua siembra de semillas que buscamos hacer germinar en nosotros y en los demás. Esa actividad la hemos institucionalizado y hemos llegado a confiar y depender en las instancias públicas y privadas para que faciliten la germinación de esas semillas en esos retoños que son nuestros hijos. Cada nueva generación la entregamos con fe a que se forjarán el mejor futuro posible pasando los años más expansivos de sus vidas en las aulas del sistema de educación nacional.

Hoy, en tiempos de disrupción tecnológica, de crisis educativa, de degradación ecológica, de volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad respecto al rumbo que lleva la humanidad, debemos elegir con intuitiva sutileza qué tipo de semillas queremos plantar para nuestro futuro y el de las futuras generaciones. Es más tangible esta idea a partir de que presenciamos el nacimiento de un nuevo ser humano, sobre todo si está a nuestro cuido o proximidad.

De algo podemos estar seguros, y es de que el próximo año y los próximos diez pasarán, ya sea que los aprovechemos o no. El máximo provecho que podemos sacarle a nuestro tiempo es dedicarnos a sembrar semillas con la intención de que den frutos el día de mañana. Entre más sembremos, mayor es la probabilidad de que alguna de ellas nos ofrezca su regalo.

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