Algunos de ustedes recordarán que hace algunas décadas era costumbre en Costa Rica publicar la foto, en la sección de “sociales” de los periódicos, de las jóvenes que celebraban sus quince años, o de aquellas que iban a casarse próximamente, y de vez en cuando, también la de una que otra reina de las fiestas de algún pueblo. Pues bien, esa costumbre, bastante cursi por cierto, dichosamente se fue perdiendo poco a poco y hoy en día la única que ha vencido el paso de los años es la de anunciar las muertes: esquelas más o menos grandes o numerosas dependiendo de la cantidad de empresas o clubes sociales a los que perteneció el individuo o “la individua” que falleció.
Pero cuál no sería mi sorpresa al encontrarme ayer, en la portada de un periódico, una foto que retrotrajo a mi memoria actividades sociales como las de aquella época. Ya no solo era la foto de la jovencita. Era la de toda la familia: la de un papá feliz, abrazado por un solícito muchacho, la linda novia y una mamá sin duda muy ocupada y ataviada, según ella, muy elegantemente. Pensé que se trataba, ni más ni menos, que de un acto de petición de mano.
Sin embargo, más adelante, en páginas siguientes, constaté que el padre estaba asediado por muchos pretendientes. Todos lo abrazaban, casi que lo besaban, reían con él a carcajadas, tratando de ganarse, del viejo socarrón, el “sí” que buscaban. Él no se veía acongojado en tan engorroso escenario. Es habilísimo, muy jugado en esas lides y amante de las componendas. Parecía disfrutar enormemente. Daba bromas, desplegaba gestos amorosos, reía sin el recato o cuidado de taparse un poco la boca, y sin duda pensaba que el ganador sería quien más accediese a sus condiciones.
Esa casa nunca había estado tan visitada. Es muy probable que, como a la vieja usanza, todos hayan mandado un ramo de flores como un detalle para toda la familia y que en la tarjetita que se acostumbraba adjuntar hayan enumerado una larga lista de promesas hacia el padre: fidelidad, incondicionalidad, ganancias compartidas, venta del BCR, ciudad gobierno, la ruta del arroz, pero, sobre todo, la defensa a ultranza de su pantagruélica figura.
Pobres yernos con semejantes suegros y con una novia que solo manos honestas podrán dirigir. ¡Ah papelón el de esos personajillos! Parecía, como ha sucedido muchas veces, una obra digna de Molière, con una única diferencia frente a las del gran escritor: que el Tartufo estaba presente por partida cuádruple.
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