Es conocido el dicho “hay 3 maneras de educar: con el ejemplo, con el ejemplo, y con el ejemplo”. Aprendemos de nuestros ejemplos, razón por la cual la mayoría de padres y madres de familia intentamos dar ‘un buen ejemplo’ con nuestra propia conducta y nuestras palabras, e inculcamos en la siguiente generación los valores que nos parecen importantes: honestidad, justicia, respeto, tolerancia, disciplina, responsabilidad, amor a la patria, a la democracia, y tantos más.
Igual de importantes son los ejemplos que se dan en el entorno estudiantil: docentes, compañía de clase, amistades y sus familias…cada una de esas personas deja una impresión, positiva o no. Así se va formando la personalidad y también, lo que se quiere hacer ‘cuando sea grande’.
Cuando yo estaba en colegio y hablábamos sobre qué ser cuando grandes, nuestros sueños tenían el tamaño de nuestro entorno: trabajar en una oficina, abrir una tienda, ser docente…y nuestros hermanos a menudo anhelaban trabajar en construcción, carpintería o en mecánica. O, claro…ser futbolista. Varias que teníamos puesta la mirada en un horizonte más allá del pueblo, soñábamos con ser periodistas, porque veíamos en la televisión cómo daban noticias desde lugares lejanos que nunca pensábamos ver si no fuera por esa profesión.
Recuerdo que, de todo el grupo de casi 30 muchachas, sólo una quería ser ingeniera: Vera, hija de un ingeniero. Nosotras la veíamos como de otro planeta, porque ya sólo el nombre ‘ingeniero’ tenía algo mágico y desconocido. Ni idea teníamos de qué hace un ingeniero y cómo esa compañera podía entusiasmarse con un oficio que al parecer requería mucha matemática. Ella sí sabía…tenía el ejemplo cercano.
En tiempos más recientes, vemos el auge en interés por la medicina forense que generan series de televisión como CSI y NCIS. Asimismo, jóvenes que pasan mucho tiempo en un hospital, como paciente o visitante, a menudo se inclinan hacia la enfermería o medicina. Ejemplos, ejemplos, ejemplos… No se sueña con lo que no se conoce.
Al carecer de ejemplos, los sueños se van achicando. Y eso ocurre en dos direcciones. Así como jóvenes de familias de bajos recursos sueñan menos con la abogacía, ingeniería, medicina etc., en otros casos se les empuja más bien en esa dirección.
¿Cuál familia, teniendo muchos recursos, escucha con alegría el plan de su hijo o hija de estudiar ‘un técnico’, abrir una pastelería o peluquería, pintar uñas, cuidar personas adultas mayores o trabajar en mecánica? Tratamos estas profesiones como si fueran la ‘segunda opción’ de otra ‘mejor’, o un primer paso, para ganar algo de dinero y luego ir a la universidad.
Como si sólo se pudiese querer estudiar enfermería porque no le dan los recursos o la mente para medicina, si ser electricista fuera sólo para quien no puede cursar ingeniería eléctrica, etc. – o, en general: “un técnico” para quien no ‘logra’ ir a la U. Medimos con la vara única del dinero que se puede ganar con la profesión, no con la de la satisfacción que da la profesión a quien la ejerce con ganas.
Cada profesión tiene su valor. Quienes esperamos a veces durante semanas a alguien que nos ayude en la casa con un problema de electricidad, carpintería, plomería… lo sabemos. Quienes mandamos a hacer la ropa porque no encontramos en tiendas lo que necesitamos, también. Y si nos va bien, en la vida necesitaremos más a menudo un mecánico que un abogado.
Hemos aquí una importante tarea de la educación: proporcionar oportunidades iguales, quitar prejuicios, ofrecer ejemplos. Brindar espacios comunes para jóvenes de muchos y de pocos recursos, donde se puedan encontrar e intercambiar ejemplos y opciones libremente. Sólo así podremos cerrar brechas educativas (y laborales) y avanzar hacia una sociedad más justa.
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