Los que un día fueron calabozos fríos del cuartel Bellavista, reciben abiertos los curiosos ojos de mi hijo. Su retina, eterna enamorada de los libros de historia, se posa presurosa sobre una fotografía al fondo de una sala, donde yace congelada en el tiempo una estampa de una gira de estudiantes al museo en finales de la década de los 70.
El niño en plano principal esboza una tímida sonrisa; pero, un detalle llama inmediatamente la atención: tiene sus pies descalzos. El tiempo y el espacio se rompen, y de repente, dos niños protagonistas de dos periodos retadores en la historia del país, hijos de los que algunos han decidido llamar “generaciones perdidas”, unen sus miradas a través de una instantánea.
Es sin duda el retrato de otra Costa Rica; pero, no tan lejana. Nuestras infancias ahora van calzadas a lecciones; pero, no en pocas ocasiones, muchas de sus necesidades básicas no están cubiertas. Aproximadamente tres de cada diez menores de edad viven en pobreza, la tasa más alta entre los 38 integrantes de OCDE. Datos del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, en su informe anual 2022, establecen que la pobreza monetaria ronda el 25% para la población total, pero es mayor para las niñas, los niños y los adolescentes (39%).
Cohorte de estos números en rojo, se unen las cifras que detallan los retos en materia de han educación, esas que inequívocamente se han venido deteriorando desde muchos años atrás y donde se reflejan que, tanto el acceso como la calidad, siguen siendo desafíos neurálgicos. Según el Programa Estado de la Nación, existen brechas profundamente significativas en el logro educativo de niñas, niños y adolescentes, siendo los que viven en áreas rurales, los pequeños con discapacidad y aquellos en extrema pobreza, los más rezagados, por ende, quienes ven mayormente comprometida su posibilidad de obtener un empleo digno a largo plazo.
A todo esto, se une una nueva y feroz amenaza: los recortes anunciados por el gobierno. La disminución dada en el presupuesto del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) fue de unos 12 mil millones de colones, lo cual afecta a cerca de 120.000 personas en condición de vulnerabilidad, a pesar de que Costa Rica cerró con un superávit primario en 2023. Todo esto, produjo que 16.000 estudiantes no recibieran beca para 2024, lo que compromete su posibilidad real de seguir estudiando y donde no tener hambre, se convierte en un lujo para ellos.
Hoy más que nunca, se hace necesario luchar contra esa profecía que parece ceñirse sobre las nuevas generaciones amenazando con hipotecar su futuro. La ruta más certera para hacerlo es asegurando vehementemente recursos para que estas tengan libros y lápices en sus manos, siendo también el arma más poderosa para alejarlos de los males de nuestro tiempo.
En las calles de muchas zonas donde las patrullas no entran, o en aquellas localidades que parecen haber sido olvidadas en los haces de los mapas, puede estar corriendo nuestro próximo Franklin Chang, nuestro próxima Sandra Cauffman; pero, el perder su beca puede significar renunciar a explotar sus potencialidades, porque su familia debe escoger entre pasajes de bus o el pan sobre la mesa.
En un momento coyuntural, donde el país parece estar en vórtice, preso de la voraz desigualdad, de la fractura del tejido social, de la debilidad institucional, de la inseguridad y con los ecos aún presentes de una pandemia que agudizó vulnerabilidades sociales precedentes, entre otras muchas otras cosas, solo hay una vía para seguir construyendo paz y desarrollo: la educación de calidad para todas las infancias, especialmente las más vulnerables. Que no se pose el fantasma de otra generación perdida nuestras las infancias y juventudes.
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