Uno de los principios esenciales de la Justicia —sin el cual no cabría concebir esta— es el de la independencia del juzgador: la ausencia de cualquier interés personal en el resultado de la causa o de vínculos con las partes que comprometan la legitimidad de lo resuelto (correspondencia de la decisión adoptada con el ordenamiento jurídico vigente). Tal independencia, puede verse amenazada por factores externos a la propia administración de justicia, o bien, por circunstancias inherentes a esta.
Las amenazas externas a la independencia judicial pueden provenir tanto de otros poderes del Estado —que buscan debilitar la función de límite al ejercicio al ejercicio arbitrario del poder que está llamado a cumplir el Poder Judicial—, como de sectores políticos y económicos de la sociedad, que desean influir en las decisiones a adoptar por los órganos jurisdiccionales en diferentes áreas de interés.
Las amenazas externas a la independencia judicial, pueden darse también en forma indirecta, ya no para debilitar de manera inmediata el rol de contrapeso que debe cumplir el Poder Judicial —o en su caso, para obtener una decisión favorable en un caso concreto—, sino mediante la designación de jueces o magistrados cuya cercanía con los grupos que los colocaron en tal posición, constituya una garantía de que las decisiones a adoptar en el futuro por tal juzgador, se plegarán en definitiva a los intereses de aquellos detrás de su designación.
Tal amenaza, resulta aún más peligrosa, cuando la designación de magistrados no se encuentra sujeta a un sistema de carrera judicial u otros parámetros de valoración objetiva, sino a consideraciones meramente subjetivas, como las que motivan la gran mayoría de las decisiones adoptadas por los partidos políticos, responsables —conforme a nuestro ordenamiento— de la designación de dichos juzgadores.
Quienes son designados como magistrados no corresponden necesariamente a las personas con la mayor integridad (coincidencia entre los principios éticos que se dicen seguir y las acciones por ellas realizadas) y los mejores atestados académicos, obedeciendo su nombramiento —en no pocos casos— a su cercanía con determinados partidos políticos así como a la fundada expectativa de que las decisiones a adoptar en el futuro coincidirán con los intereses del partido —o partidos— detrás de su designación.
Desde el punto de vista interno, las amenazas a la independencia judicial provienen no solo de las propias faltas éticas y legales en las que pueda incurrir determinado juzgador, sino fundamentalmente, del propio sistema de designación de jueces; tal amenaza, resultará tanto mayor cuanto más subjetivos resulten los criterios que lleven al nombramiento de determinado juez.
Si bien en nuestro ordenamiento existe un sistema de carrera judicial que establece una serie de criterios objetivos dirigidos a asegurar la idoneidad académica, profesional y ética de quienes deseen cumplir funciones en la Judicatura, tal sistema, sirve en realidad de muy poco cuando la mayoría de los nombramientos realizados por la Corte Plena (un 63%, según el IV Informe sobre el Estado de la Justicia) recaen sobre personas que no son las mejor calificadas para el puesto, sin que a su vez resulte posible conocer los fundamentos detrás de tales designaciones, ocultados por el secretismo que impera en este tipo de actos administrativos.
Quien resulte designado ya no por sus méritos sino por su cercanía con ciertos magistrados, se sentirá vinculado con estos, no solo por la propia designación de la que fue objeto, sino por las expectativas existentes sobre su desempeño futuro, de cuya satisfacción dependerán también sus posibilidades de ulterior ascenso. El beneficio de una designación que le haya permitido ascender por encima de personas mejor calificadas, constituye un lastre del que tal juzgador no podrá nunca desprenderse; sea porque se le presione para resolver en un sentido determinado o porque perciba ello como una circunstancia que satisface las expectativas de quienes lo designaron en el puesto (circunstancia que incrementaría sus posibilidades futuras de ascenso), su decisión sobre el caso se habrá apartado de aquella que imponía la Justicia en el caso concreto, para obedecer solo a espurios motivos de utilidad (propia o ajena).
A partir de este panorama ¿podrá sostenerse fundadamente que existe independencia judicial externa cuando algunos magistrados moldean el sentido de sus resoluciones con la finalidad de satisfacer los intereses de aquellos de los que depende su continuidad en el cargo, apartándose con ello de lo que resultaba materialmente justo en el caso concreto?
¿Podrá afirmarse que la independencia judicial es un principio que impera de manera incuestionable en cada una de las actuaciones jurisdiccionales y administrativas del Poder Judicial, o esta resulta solo una quimera, dirigida a dotar de una falsa legitimidad muchas de las decisiones adoptadas por este Poder del Estado costarricense?
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