Quiero pensar que, nunca tanto como ahora, el progreso técnico disponible podría soportar los retos del quehacer social. Por ejemplo, la automatización progresivamente enfocada podría compensar la caída en las tasas de reemplazo, reduciendo la presión sobre los sistemas de seguridad social con intención universal.
Las técnicas de producción podrían beneficiarse de las tecnologías de información para hacer un uso más eficiente del agua, la energía, fertilizantes y pesticidas; adicionalmente los sistemas de información podrían democratizar su acceso, cuestión relevante para el mercado, que redunda —en teoría— en disminución de los costos unitarios, aumento en la competitividad y mejores precios para los consumidores.
Que esto no sea así, y, en cambio, el ritmo de reducción de la pobreza en el mundo se haya ralentizado en 0,6% en los últimos dos años (según datos del Banco Mundial), da cuenta de múltiples errores, pero subyace uno que me resulta especialmente relevante: la economía ha fallado. El dogma de mercado en el que las personas concurren a un centro de imputación e intercambio libre, una permuta que satisface ambas partes es un misterio católico para sus fieles.
La economía ha fallado miserablemente, especialmente cuando —no sin algún dejo de egocentrismo, tiene pretensiones de ciencia exacta— olvida que su fin, a diferencia de lo que dicen los decálogos de la ortodoxia, no es la resolución del problema de la escasez, sino uno harto más complejo: la mejora de las condiciones de vida de todas las personas.
Nuestro país, si prestamos atención, es riquísimo para observar estas contradicciones y paradojas. Por ejemplo, inflación negativa no se refleja en disminución en el costo de la vida, sobre todo en el costo de los productos que son de mayor consumo de las personas con menores ingresos.
Otro ejemplo: una proyección de crecimiento para el 2024 de 4.3% (según BCCR), pero ese crecimiento no representa mejora en la producción de todos los sectores, todo lo opuesto, hay muchas “Costa Ricas”: la rural, la urbana, la formal y la informal, la joven y la más madura, etc. La desigualdad en la distribución del ingreso es ingente: el 10% más rico ostenta el 55% del ingreso y el 68% de la riqueza, mientras que el 50% más pobre apenas tiene el 2.7% del ingreso y el 6% de la riqueza disponible.
Y con ello, una de las herramientas más relevantes para mejorar la eficiencia en la distribución, resulta absolutamente inútil para tal propósito: el sistema tributario. Esto porque antes de su aplicación, el Índice Gini es de 0.53 y después de su aplicación apenas mejora en 0.05 puntos, mientras que, en países como Alemania, esta diferencia es de 0.21 puntos, por lo que sí tiene un efecto redistributivo.
Ello se traduce en un efecto moral importante, la gente está más dispuesta a soportar solidariamente las cargas públicas, pero en nuestro país tal propensión es baja y empeora cuando observamos los apabullantes datos de incumplimiento fiscal.
Cuando el mundo camina hacia un impuesto mínimo global para allanar el terreno para los actores del escenario fiscal internacional, en Costa Rica se aprobó este 2023 una ley para que, quien pueda, ponga la plata afuera y no pague lo que le corresponde, mientras que hay empresas pequeñas y trabajadores que pagan todas sus cargas. También el mundo busca jornadas más cortas, para fomentar el empleo, aprovechando las ventajas de la era de la automatización, mientras que Costa Rica buscó promover jornadas de doce horas, en un “avance” protoindustrial.
Vaya ideas. Todas ellas aplaudidas por grupos seudo académicos que promueven el beneficio de muy pocos, que con sus “investigaciones” lo que buscan es legitimar los intereses de unos cuantos. Esto hace que se conserven las cosas como están o empeoren: medicinas caras porque el mercado de medicamentos está en manos de 4 participantes que tienen el 90% del mercado, un vecindario financiero tan absurdo que, por cada nuevo participante (más competencia) las ganancias de todos los otros se reducen en 0.14% y al que no le tiembla el pulso para sacar a sus apóstoles: los vemos cómo batallan contra los límites a la usura en el crédito o cómo siguen buscando que la información bancaria no se utilice para generar información transparente y comparable.
En fin. Soy un pesimista de la economía. Quizá, si me lo propongo, un optimista de la disidencia. Las cosas que nos deben mantener en constante vigilia tienen que ver con una población que no vea sus derechos limitados por los intereses de los grupos de poder. Tienen que ver con poner al servicio de las personas (en general, de la persona humana, por más difuso que ello suene), el relato económico y sus fines.
Los mismos retos que el futuro plantea al mundo, están presentes en nuestro país, muchos de ellos convergen con la narrativa moral, con preguntarnos si lo que hacemos tiene un propósito más grande que nosotros mismos. No me reprocho el pesimismo, porque cuando el pesimismo se informa, tiene potencial para convertirse en hastío y cuando el hastío no se decanta inerte, persiste la lucha por el cambio.
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