Como sabemos, los salarios de los funcionarios judiciales se encuentran congelados desde hace varios años, y lo seguirán estando —probablemente— hasta el fin de los días.

Entre el 2017 y el 2022, la inflación acumulada ascendió a 13,85%; en términos simples, esto representa un importante empobrecimiento relativo de los salarios de todos los servidores frente al aumento en el costo de la vida. En una política salarial justa, ese empobrecimiento relativo debería ser compensado mediante incrementos salariales que permitan al funcionario hacer frente a sus obligaciones económicas; no hacerlo, daría lugar precisamente a la situación antes descrita (pérdida real de un 13,85% del valor total del salario).

Si utilizamos como ejemplo un salario bruto de 3 millones de colones, ese 13,85% supondría una pérdida para el trabajador de 415.500 colones, ocurrida entre los años 2017 y 2022, inclusive. A ello, debemos sumar el 13,5 % que se deduce del salario bruto por concepto del aporte al fundo de jubilaciones del Poder Judicial (390.000 colones), la deducción correspondiente al impuesto sobre la renta, consideradas las diferentes escalas aplicables (315.700 colones), así como el aporte de un 5,5 % al Seguro de Enfermedad de la Caja Costarricense del Seguro Social (165.000 colones); solo por estos conceptos, el salario bruto del trabajador (3 millones de colones) se reduce en 870.700,00 colones (29,02 %).

Si sumamos ambos conceptos (inflación y deducciones por concepto de impuestos, jubilación y seguros), ese trabajador deja de percibir al mes —en términos reales— un total de 1.286.200 colones, lo que representa un 42,87 % de su salario bruto. 

Cuando la Corte Plena y en particular, la Sala Constitucional, decidieron plegarse a los designios del Ejecutivo y de la Asamblea Legislativa, condenaron a los funcionarios judiciales a ver menoscabada su condición económica conforme la inflación crezca, sin posibilidad alguna de recibir aumentos salariales para compensarla. Si esto ya de por sí resulta infame, no resulta comparable con la infamia propia del incremento de la edad para jubilarse: menos salario por el mismo trabajo, y por muchos más años: una burla cruel para cualquier servidor.

Ante este panorama, cabe preguntarse seriamente: ¿vale la pena seguir trabajando en el Poder Judicial? Esta pregunta adquiere aún más relevancia, siendo que quienes se jubilen en el futuro, lo harán en condiciones mucho menos favorables que aquellos que tuvieron la suerte de hacerlo antes de que ocurriese el apocalipsis judicial que hoy vivimos. Para aquellos que han renunciado desde el 2018 a la fecha, la respuesta ha sido clara: el Poder Judicial dejó de ser atractivo como empleador, pudiendo obtener mejores ingresos en el sector privado, ávido de contar con profesionales capaces, con estudios de postgrado.

Muchos —como consecuencia de la campaña de desprestigio montada por los últimos gobiernos— pensarán que los servidores judiciales reciben en realidad salarios de lujo; quienes opinen así, quizás olviden la responsabilidad que supone administrar justicia o prestar funciones auxiliares a esta; que no pocos dedican buena parte de tiempo de descanso a redactar sentencias o que han invertido recursos propios para obtener postgrados que se traducen en definitiva en una mejora en la calidad del servicio prestado. Quienes así opinen, ¿lo harían de igual forma si su patrono les negase la posibilidad de obtener aumentos salariales por cinco o más años, pese al constante incremento en el costo de la vida?

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