Costa Rica está viviendo en la actualidad una de las peores crisis de inseguridad de su historia. El país ya ha superado este año el récord histórico de homicidios, y las disputas son cada vez más violentas por territorios y entornos marginados en donde el Estado sigue perdiendo presencia y capacidad de acción. Esto se ha convertido en una de las mayores preocupaciones de la ciudadanía, y hay una percepción generalizada de que las estrategias de combate a estos flagelos están aún lejos de alcanzar los efectos esperados.

Es necesario asimilar y conocer con mayor amplitud las múltiples dimensiones de la violencia para identificar los puntos de apalancamiento prioritarios que permitan abordarlas de manera más sistémica e integral, poniendo un énfasis mayor en la prevención. En la inseguridad inciden fundamentalmente tres factores: quienes cometen los delitos; las víctimas; y el espacio en donde ocurren los delitos. Lo usual es enfocarse en los primeros dos factores y apuntar a estrategias de represión (más vigilancia, cárceles, y policías) o de autoprotección (más armas, autoencierro y abandono del espacio público). Y, en mucho menor medida, se apunta al tercer factor, aunque se trata de un elemento clave si se aspira a soluciones estructurales y de largo plazo.

Las características de un lugar pueden incrementar o prevenir los crímenes violentos. Múltiples estudios reflejan que los barrios y zonas con niveles de deterioro o abandono de su infraestructura y espacios físicos tienden a ser lugares peligrosos. En contraste, aquellos con un alto nivel de cohesión social, espacios públicos y comunitarios de calidad, y con presencia institucional suelen presentar indicadores de seguridad y confianza diametralmente opuestos. La cohesión entre vecinos, a su vez, es un factor de protección y cuidado mutuo que por lo general ahuyenta a personas o grupos que buscan establecer redes de narcomenudeo u otras anomalías. Cuando no existen esos factores, les resulta más sencillo a las organizaciones delictivas ocupar los vacíos que van quedando en donde no llegan los programas sociales, educativos y de mejoramiento del hábitat.

Está ampliamente demostrado que el diseño de espacios públicos seguros, la provisión de servicios básicos, equipamientos sociales y vivienda adecuada representan una forma estructural de prevención situacional de la inseguridad, por cuanto reducen la desigualdad y la fragmentación urbana y mejoran la convivencia ciudadana. La participación comunitaria en procesos de recuperación de lugares deteriorados y mejoramiento barrial es una estrategia imprescindible para organizar a la demanda ciudadana, aumentar su capacidad de incidencia y fortalecer capacidades locales de gestión social del hábitat. En estos esfuerzos se requiere, además, de una articulación efectiva del Gobierno Central, los gobiernos locales y demás sectores (públicos, privados y no gubernamentales) para agilizar arreglos institucionales e intersectoriales que permitan dar sentido desde la acción a las políticas públicas en esta materia.

Los patrones de segregación socioeconómica del territorio que por décadas se han consolidado en amplias zonas del Gran Área Metropolitana (GAM) influyen determinantemente en la degradación de los espacios públicos, en las tendencias a vivir intramuros y en la expansión de anillos o ‘clusters’ de pobreza y marginalidad urbanas, lugares en donde habitan decenas de miles de familias privadas del derecho a la ciudad y a la vivienda. Según datos oficiales (MIVAH, 2023), hay en el país actualmente 585 asentamientos, que albergan a más de 65 mil hogares (es posible que haya un importante subregistro en este dato).

Un hábitat inadecuado suele ser una condicionante estructural de la pobreza. Por ello, la gestión del suelo, el desarrollo urbano y los programas habitacionales y de mejoramiento barrial tienen que ocupar un lugar de prioridad en las agendas nacionales, incluyendo la urgente agenda de combate a la inseguridad. Invertir en hábitats adecuados con comunidades cohesionadas es invertir en desarrollo humano y en un mejor futuro en términos generales para todos los sectores de la población. Es necesario entender que los costos de no invertir en ello terminarían siendo mucho mayores, con consecuencias difíciles de revertir.

La vivienda adecuada en hábitats adecuados es una aspiración legítima de decenas de miles familias que sobreviven a diario en medio de limitaciones muchas veces inimaginables. Si tenemos en cuenta que este instrumento, bien aplicado y en condiciones integrales, puede constituir un vehículo eficaz para la superación de la pobreza extrema e incluso para escalar a estratos socioeconómicos medios, podemos entender que se trata de más que un programa de asistencialismo social; es una estrategia país que nos podrá ayudar, entre otras cosas, a procurar un mejor futuro para una niñez que crece hoy día en medio de una insoportable incertidumbre y expuesta a los flagelos de la criminalidad organizada.

Existen vías y mecanismos, aún en medio de la difícil coyuntura fiscal que atraviesa el país, para financiar programas de este tipo. Se puede impulsar, por ejemplo, la posibilidad de que organismos multilaterales aporten capital semilla para desarrollar proyectos e inversiones de impacto que puedan generar, a su vez, efectos demostrativos en proyectos de integración sociourbanística. Estas inversiones pueden habilitar vehículos financieros de crédito y subsidio que apoyen a gobiernos locales en procesos de rehabilitación de asentamientos informales. Los entes municipales pueden asumir el compromiso de repagar dichos empréstitos a largo plazo, apoyándose en mecanismos como el cobro de impuestos y la implementación de instrumentos de gestión del suelo, tales como la captura de plusvalía que las mismas obras de mejoramiento urbano tienden a generar en el entorno, o el cobro por nuevos potenciales de edificabilidad creado mediante procesos de rezonificación.

Por décadas, el Sistema Financiero para la Vivienda ha generado plusvalías en todas las regiones del país mediante la habilitación de suelo urbano, desarrollo de proyectos habitacionales y el impulso a nuevos mercados inmobiliarios, sin que haya recuperado parte de estos o participado de los beneficios que sus mismas inversiones generan en el entorno; esto podría significar muchísimas más viviendas y proyectos de renovación urbana. Las mismas comunidades pueden participar también aportando contrapartidas, ya sea en especie o económicas. De igual manera, el financiamiento externo para el desarrollo de este tipo de proyectos puede potenciarse con la atracción de bonos verdes y bonos sociales, que garanticen a su vez la implementación de mecanismos de mitigación de riesgos y la transparencia en todas las etapas del proceso.

Como estrategia país y para procurar apoyo externo, la atención de asentamientos informales es clave en la implementación de la Nueva Agenda Urbana y el cumplimiento de los objetivos de desarrollo sostenible. Múltiples experiencias y casos de éxitos en la región y en todo el mundo han demostrado que las inversiones en programas y proyectos de impacto de este tipo generan enormes réditos a nivel social, ambiental y económico, incluyendo la seguridad ciudadana, que terminan por traducirse incluso en beneficios fiscales (a través, por ejemplo, de la incursión en la formalidad de grandes segmentos).

Finalmente, no podemos olvidar que fomentar una cultura de paz solo es posible si nuestra niñez y juventud tiene acceso a hábitats adecuados y a entornos conectados con mejores oportunidades para su desarrollo integral.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio. Delfino.CR es un medio independiente, abierto a la opinión de sus lectores. Si desea publicar en Teclado Abierto, consulte nuestra guía para averiguar cómo hacerlo.