La historia va de la siguiente forma: una máquina de guerra con Inteligencia Artificial (IA) destruye a su controlador humano porque lo considera deficiente y toma el control de sus propias decisiones.
No, no es una película, es la vida real. O tal vez no lo sea, dependiendo de quién esté a cargo de la narrativa. Para el coronel norteamericano Tucker Hamilton esa fue la realidad (por lo menos mientras su versión duró, y posiblemente pasará a sumar material a los mitos modernos), para los voceros de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos no fue así. Tampoco para la historia oficial [1].
Por un momento la realidad se vio muy similar al lente de James Cameron. Específicamente su saga Terminator.
Si la historia publicada por los medios de comunicación el pasado mayo fuera real, estaríamos ante un momento histórico, el nacimiento de Skynet. Corría el año 1984 y las máquinas decidieron tomar el control del planeta y exterminar a la raza humana.
Terminator (I y II) de James Cameron, tiene gran parte de su trama centrada en la idea de la paradoja del tiempo, pero además de esta idea del bucle temporal también toca otros dos elementos: la rebelión de las máquinas, y el enfrentamiento de los protagonistas con el destino.
Sobre la lucha contra el destino, este es visto con una perspectiva de tragedia clásica griega. Los personajes buscan cambiar los designios de lo preestablecido, para finalmente, inducir ellos mismos los hechos que buscaban evitar. Muy al estilo Edipo.
Pero el aporte clave del filme de Cameron fue el de la guerra contra las máquinas. Si bien, la rebelión de las computadoras fue algo que el inigualable Kubrick había abordado en el año 1968 con 2001 Odisea del espacio. En la película de Kubrick vemos cómo el computador de vuelo HAL 9000 decide acabar con los astronautas de la nave para asegurar el éxito de la misión, eliminando de esa forma los errores de los humanos.
Sin embargo, el logro de Cameron en Terminator es darle un rostro a esa rebelión de las máquinas. Pongámoslo de esta manera, no es lo mismo ver un bombillo rojo con neurosis; que tener al frente a un gigante de metro noventa, más de cien kilos de peso, vestido en cuero negro y con acento austríaco, apuntándonos con una ametralladora. La ayuda visual es clara.
Así que, puede decirse que James Cameron es una especie de Midas de su industria y logra dejar huella en sus espectadores. Puede crear éxitos de taquilla aún con argumentos poco realistas (por ejemplo, Titanic es una de las películas más exitosas de Hollywood, a pesar de que su desenlace se centra en una idea que hasta Myth Busters probó inconsistente -demostrando que Rose y Jack podrían haber compartido su tabla de salvamento-).
Puede ser que el miedo a ser vencido por las máquinas no nazca de un Terminator, sino que nos persiga desde la revolución industrial. Ya el folklore del oeste americano recogía la leyenda de John Henry (allá por 1840), quien retó a una remachadora mecánica para defender los trabajos de los ferrocarrileros. La leyenda dice que venció, pero el precio fue su vida.
O puede ser que el miedo nazca con las computadoras. Y debamos recordar, en 1996, a Garry Kasparov, campeón mundial de ajedrez, que fue vencido en una de seis partidas por la computadora de IBM Deep Blue.
Igualmente, hoy por hoy, las potencias mundiales debaten sobre cómo regular la IA. Si, en el mundo real, no en la película de Cameron. Por eso, en mayo pasado, uno de los fundadores de ChatGPT se reunió en Europa para sentar las bases de leyes regulatorias para la actual IA.
Así es, lamentablemente, las leyes de la robótica que buscaban no dañar a los humanos, creadas por Asimov en 1942, no se pueden aplicar de forma simple a máquinas de guerra modernas, creadas justamente para acabar con la vida de las personas.
Tal vez nuestro miedo no sea tan moderno.
Posiblemente, ya en los albores de nuestra historia, agachado de cuclillas frente a la boca de su caverna, el humano primordial, se cortó su propia piel mientras trabajaba con raspador de sílex. Tal vez ahí, un pensamiento (o el esbozo de un pensamiento) surcó su mente, colorido con sangre y ocre como una pintura rupestre: mi propia creación puede dañarme. A partir de ahí todo fue un efecto dominó de proporciones inimaginables…
Al final, lo último que veremos (mientras permanecemos de cuclillas como nuestro ancestro paleolítico) será una máquina que nos apunta al rostro y, desde el otro extremo del arma, remata con la frase que nosotros mismos le enseñamos: “hasta la vista, baby”.
[1] En mayo, varios medios internacionales publicaron la noticia de que el coronel Tucker Hamilton expuso ante la Real Sociedad Aeronáutica los pormenores de un experimento militar estadounidense, en el que un dron con AI atacó y eliminó a sus propios controladores humanos (por considerarlos un obstáculo en su misión). Las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos desmintieron lo sucedido y el coronel se retractó alegando que fue un “experimento mental hipotético”.
Seguramente Hamilton posee una imaginación loable, ya que ilustró su hipótesis con diálogos concretos, pero tal vez, es más escalofriante la posición de las Fuerzas Aéreas que consideran el escenario como “un resultado plausible”.
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