El pasado 1 de julio de 2023 se cumplieron 20 años de la reforma del párrafo primero del artículo 9 de la Constitución, mediante la Ley 8364, con lo cual nuestra democracia representativa es ahora también una democracia participativa, en el que el Pueblo ejerce el gobierno, en conjunto con los tradicionales tres poderes públicos:

Esta reforma es la culminación de una serie de reformas constitucionales en los albores del siglo XXI para: primero, introducir la obligación de la evaluación de resultados y rendición de cuentas de toda la Administración Pública en sentido amplio y así no contentarse con el mero cumplimiento de leyes y procedimientos ayunos de impactos en la calidad de vida de la población (reforma del artículo 11 constitucional por Ley 8003), y segundo, incorporar algunos mecanismo de democracia directa en el ámbito de la función legislativa como el referéndum para aprobar una ley o una reforma parcial a la Constitución así como la iniciativa popular para formar leyes (reforma a los artículos 105, 123, 124, 129 y 195 por Ley 8281).

Ahora bien ¿qué significa que el Gobierno sea participativo y que se ejerza por el Pueblo? ¿Es pura teoría constitucional incapaz de romper el paradigma de que son solamente los poderes tradicionales son los que gobiernan? La democracia representativa o de élites y toda la institucionalidad pública que de ella deriva ¿estará dispuesta a compartir el poder con el pueblo como manda la Constitución?

Tengo motivos para pensar que las élites gobernantes y quienes lideran la institucionalidad pública no están interesados en empoderar a las personas ciudadanas del pueblo, no sólo porque no les conviene perder poder, sino también en razón de que desconfían del buen juicio y el accionar ciudadano, por lo que siguen apostando por concentrar el poder en cabeza de los “políticos” que lleguen a ocupar los cargos de elección popular y por “la alta burocracia -magistrados- y los mandos medios burocráticos ilustrados” para gobernar, relegando al pueblo en su aspiración de adquirir protagonismo y co-gobernar.

Y a este estado de cosas se suma la fuerza de la inercia y peso tradicional propio de democracia representativa —también llamada delegativa—, según la cual una vez manifestada la voluntad popular, los representantes pasan a ser los principales protagonistas del ejercicio del poder público y de la toma de decisiones, mientras que el pueblo no volverá a tener mayor importancia, incidencia efectiva o control real sobre sus representantes sino hasta las siguientes justas electorales.

Por lo tanto, en ese modelo democrático el ciudadano es percibido como un espectador de la vida pública, casi que como un objeto que se beneficia del sistema de gobierno y que, cuando participa, lo hace de forma aislada y ocasional, sea en las elecciones internas de los partidos políticos, en las elecciones nacionales o en las elecciones municipales, cuando de lo que se trata no es meramente participar en el acto electoral, sino tratar de alcanzar influjo en el Estado no solamente mediante los elegidos, sino también intervenir en forma directa en la discusión de la agenda pública y la decisión de las políticas públicas.

No obstante, dicha reforma y el tiempo transcurrido desde su aprobación, la efectividad del mandato constitucional ha sido limitada:

  1. La Sala Constitucional consideró que esa reforma constitucional de 2003 creó el derecho fundamental a la participación ciudadana en los asuntos públicos, y así lo reconoció en su jurisprudencia… pero eso no duró mucho y la degradó de un derecho fundamental a un principio constitucional, eliminando el mecanismo procesal del recurso de amparo para la defensa efectiva del mismo, tema que abordé en el ensayo “¿Participación ciudadana: principio constitucional o derecho fundamental?”.
  2. Los totalmente insuficientes esfuerzos que hace el TSE, las autoridades educativas desde I y II ciclos hasta la educación superior y los partidos políticos en la formación de personas ciudadanas más conscientes y activas en la vida pública. Debería existir una guía que contenga un A, B y C del activismo ciudadano, así como declararse julio como el mes de la participación ciudadana y el accionar del pueblo gobernante.
  3. La inexistente o escasa iniciativa de las mayoría de instituciones públicas por contar con oficinas, programas, presupuesto y eventos que en forma continua y sistemática faciliten, promuevan, eduquen, financien proyectos y empoderen a las personas ciudadanas para que puedan incidir de forma efectiva en las políticas públicas, y cuando lo hacen, calendarizan eventos como encuentros y cursos en días y horas laborales, mientras la población está en la operación “arroz y frijoles” para llevar el pan a la mesa.
  4. Una Asamblea Legislativa que ha sido incapaz de dictar una ley de acceso a la información de interés público, que es el derecho llave para el ejercicio de otros derechos fundamentales, así como tampoco se ha emitido una Ley General de Participación Ciudadana, que reconstruya en forma integral y sistemática las instancias, mecanismos y garantías que requiere el desarrollo y el ejercicio de una democracia en clave de participación ciudadana.
  5. La falta de programas que las universidades públicas patrocinen para la creación de cursos, diplomados, programas de extensión social, investigaciones, así como el impulso de Observatorios ciudadanos, Auditorías ciudadanas y Laboratorios Ciudadanos de soluciones, es decir, de recursos e iniciativas que faciliten y apoyen decididamente el involucramiento de las personas ciudadanas en la vida pública.

Algunos dirán que sí hay avances, como lo son la Comisión Nacional de Gobierno Abierto, las iniciativas de Asamblea Abierta y Justicia Abierta, así como distintos foros y órganos colegiados, pero lo cierto es que dichos espacios son meramente consultivos, sujetos al impulso o no impulso de la institucionalidad pública, lo que ha hecho que tengamos, en su inmensa mayoría, un ciudadano pasivo y no activo, personas ciudadanas que usualmente no les queda más que manifestar su descontento en las elecciones nacionales o municipales, o bien, en redes sociales o protestas sociales en las calles.

En realidad, lo que se ha avanzado en esta materia ha sido más por la propia iniciativa de personas ciudadanas, movimientos y organizaciones de la sociedad civil y no por la voluntad política-administrativa de la institucionalidad pública, que más bien tiende a desconfiar del pueblo.

¡Costa Rica merece que nosotros mismos las personas ciudadanas y la institucionalidad pública nos tomemos en serio los amplios contenidos y alcances de la reforma constitucional de hace 20 años!

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