Cuando cambié la carrera de informática por la de filología, las reacciones de la gente variaron desde preguntar qué era filología y confundirla con filosofía, hasta arrugar la cara y tratar de persuadirme de tirar mi vida por el tubo. En mi primer trabajo, como técnico en electrónica en una empresa privada, el jefe me concedió tiempo de estudio a condición de que nunca dijera al resto de la gente que estudiaba “esa vara”; yo debía decir que estudiaba informática, para no tener problemas con el dueño de la empresa.
Mi segundo trabajo fue como técnico de mantenimiento eléctrico en la UNED. Fuera por ser una universidad, por su distendida cultura laboral o porque es muy común que el personal estudie para trasladarse a otras dependencias, mis estudios de filología causaban mucha menos extrañeza entre mis compañeros, quienes lo veían como algo más bien anecdótico. Jamás volví a tener problemas con el permiso de estudio. En cambio, recibí con frecuencia muestras de apoyo y mis compañeros acuñaron el término “ingeniería en letras” para referirse jocosamente a… lo que fuera que yo estudiaba.
Hace algunos años, tuve la oportunidad de comenzar a trabajar como corrector de estilo en la Editorial de la UNED; pero, además de la mera corrección, ingresé a un campo mucho más intrigante: la edición de libros.
No siempre queda clara la diferencia entre corrección y edición; supe que ya había saltado la frontera entre una y otra cuando tardé tres años en reducir un mamotreto de quinientas páginas a trescientas, cuando empecé a eliminar párrafos, secciones y capítulos, cuando empecé a intervenir en las portadas e ilustraciones, cuando hice que un autor perdonara la vida a uno de sus personajes y, cómo no, cuando empecé a lidiar con los egos de los autores.
Así, como corrector y editor accidental, mi nuevo trabajo no podía ser (o parecer) más diferente que el anterior. Sin embargo, descubrí las curiosas similitudes entre los mundos del mantenimiento eléctrico y la edición. Resultó que ordenar amasijos de cables no es tan distinto de ordenar amasijos de texto.
Ambos son trabajos invisibles: nadie debe ver al técnico de mantenimiento ni al editor; nadie debe verlos cuando quitan, mueven y ponen las partes de un orden de cosas que, una vez expuesto al público, debe ser impecable. En cierto modo, son trabajos escatológicos, porque uno opera en interioridades que deben permanecer ocultas.
La mayoría de las obras artísticas que llegan a nuestros sentidos han pasado por una larga variedad de otras manos: editores, productores, arreglistas, ingenieros, dictaminadores, lectores beta, escritores fantasmas, directores de talleres, profesores, críticos, empresarios, grupos de prueba, asistentes, secretarios, becarios, alumnos, terapeutas, cantineros, amigos, amantes, cónyuges, compas de tragos, otros artistas y toda clase de personas de confianza que dejan una impronta en la obra.
Y eso es lo normal. Ha sido lo normal por siglos. No significa que el artista sea menos bueno por eso. Ciertamente, hay gente mediocre que ha tenido éxito más por sus colaboradores que por sus propios méritos; pero, la mayoría de las veces, la intervención de un editor no demerita el trabajo del autor, porque, repito: es lo normal. Tan normal (y esencial) como el mantenimiento de un edificio. Decir que un autor no es tan bueno porque lo han ayudado es tan falso como decir que un vehículo no es tan bueno porque ha requerido control de calidad.
No obstante, el ego de los artistas y la idealización de la que son objeto por parte de sus fans han obligado que estas labores sean siempre muy discretas, que permanezcan ocultas a la vista del público y no sean casi nunca reconocidas más allá de la letra menuda de los créditos.
La discreción tan preciada de quienes actuamos cuando nadie nos ve ocasiona que solo nos presten atención cuando algo falla. La gente parece creer que las cosas funcionan bien solo porque sí, porque están allí, pero llueven las críticas si algo sale mal y circulan numerosas historias de cuando algo sale mal: editores que arruinaron libros, productores que destrozaron películas y, cómo no, las historias de adversidades y éxito tipo rechazaron tal best-seller no sé cuántos editores ineptos antes de lograr el éxito. Pero, ¿cuándo dijimos que no hay malos editores? ¿Cuál profesión se salva de la mala praxis? Además, los memes nunca dicen cuánto pudo haber mejorado el dichoso best-seller de rechazo en rechazo y luego en manos del editor que por fin lo publicó.
Sea por falta de experiencia o por un ego inestable, muchos no admiten la intervención del editor y a veces la de absolutamente nadie. Esta es la gente que sufre más con las críticas desfavorables, los rechazos de las editoriales y los certámenes literarios. Un ego estable admite sus limitaciones y recibe con serenidad los chascos. Es más: un ego estable entiende que los chascos no son chascos.
Sin embargo, cuando la gente aún está lejos de comprender todo esto, las nuevas tecnologías han provocado la gran revolución de nuestra época: las cosas que antes requerían la mediación de un editor, productor o empresario ahora pueden hacerse desde la casa con recursos cada vez más fáciles de obtener. Publicar un libro nunca ha estado tan a la mano. Desde el punto de vista de la democratización, maravilloso; desde el punto de vista artístico, está por verse; y desde la problemática del culto a la persona, ¡fatal!, porque ahora, a la ya de por sí antigua mistificación del artista, se suma el narcisismo que han impulsado las redes sociales.
¿Y cuáles son los problemas de la publicación independiente? ¿Qué puede haber de malo en publicar lo que uno quiera sin censura, ni intervenciones que destruyan el estilo, ni imposiciones de empresarios siniestros?, preguntarán muchos.
Pues basta revisar un buen grupo de libros independientes para saberlo: diseños tan malos que lo disuaden a uno hasta de hojearlos, obras carentes de originalidad porque nadie le dijo al autor que estaba inventando el agua tibia, textos tan deficientes que arruinan un buen contenido que tal vez sí podía rescatarse, buenas ideas mal ejecutadas, buenas historias mal contadas o, incluso, buenas historias bien contadas que, con un proceso editorial, se habrían convertido en obras maestras.
Claro que hay magníficas publicaciones independientes; pero, por cada una de ellas, hay una marejada de libros llenos de problemas. En el ámbito nacional conozco solo unas pocas; las cuales, de hecho, fueron hechas por autores con conocimientos en edición.
El auge de las empresas de autoedición o servicios editoriales (una especie de punto medio entre la publicación independiente y la tradicional) ha logrado que haya publicaciones independientes más presentables, con buenos diseños, mejor impresión y al menos una corrección de estilo; pero no siempre logran atajar los problemas de fondo, ya que, en última instancia, se publica porque el autor paga para que se publique, así sea un bodrio. Además, también hay mala praxis en estas empresas.
Hay mala praxis en todas las actividades humanas; que esto no lo persuada de buscar la ayuda de personas cuyo fin último es procurar que su obra se publique en las mejores condiciones. Si no le sirve un editor, busque otro. Si lo rechazan, intente de nuevo. Haga control de calidad y mantenimiento. Déjese ayudar.
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