Estoy llegando a la Feria Internacional del Libro, cita en la Antigua Aduana. Llegué temprano para buscar un espacio cerca y pagar un espacio público, a sabiendas que debo pagarle al guachi o los guachis que aparezcan. Buscando cerca, veo una parte de la acera vacía, pero con botellas y piedras. Cuando me acerco me dice el guachi que “están reservados”. Ni siquiera perdí tiempo discutiendo, antes de irme me ofreció por diez mil un espacio. Al final fui a un paqueo que, por 15 mil colones, me guardó el carro. Apenas vi un oficial de tránsito le expuse lo sucedido y para mi asombro, el guachi me siguió con la vista varios de los días de la Feria. Me había hecho de un enemigo.
En la comunidad rural donde vivo, hay un peón que se hizo “dueño” de la zona y asegura que “solo él puede vender madera o construir”. Cuando me dijo eso, después haber hecho negocios con él y que me quedara mal con varios temas, no supe qué decirle, más allá de saber que tendría a una persona difícil de vecino. De eso hace años y hemos podido hablar con juzgado de por medio.
Estos pueden ser dos de miles de casos que pasan a diario en nuestro país, que digamos, no son tan graves. Si vemos, hoy se matan entre sí jóvenes y adultos con daños colaterales terribles, sin nadie mencionar el estrés y la depresión que viven miles de personas inocentes que solo les tocó nacer o estar en los lugares donde todo esto ocurre, pero los traigo a colación porque tal vez, las condiciones socio económicas, familiares o el poco o nulo acceso a la educación y la cultura, fueron el caldo de cultivo para que dos individuos con comportamientos deleznables me hicieran reflexionar en por qué no fui yo uno de ellos, tomando en cuenta mi historia de vida.
Nací en una familia pobre y lo que es peor, invadida por la más completa ignorancia y la más compleja —aunque normalizada— visión machista de la familia. La figura paterna no existía y fui criado por mujeres, madres solteras, cuyos hijos éramos un cruel y terrible recordatorio de una noche de pasión y culpa. Era un lugar de víctimas y verdugos, donde nadie tenía la culpa, así como nadie era inocente. Por los descuidos de quienes debían protegerme, conocí abusos de todo tipo a muy corta edad, a una edad tan corta que no había salido de la escuela cuando deseaba suicidarme. La juventud la pasé trabajando para un primo que en mi niñez se ensañó con sus amigos y me deformaron una oreja. Sus agresiones verbales me marcaron como se marca una res. Con todo eso, consideraron que, en vez de ayudarme a terminar el colegio, lo mejor era meterme a trabajar con menos de catorce años, edad en que yo pensaba que mi vida debía terminar y traté de hacerlo, ingiriendo una cantidad insuficiente de pastillas que solo me mandaron a dormir por horas. Hasta aquí, todo pintaría a que tenía todo para ser delincuente, drogadicto o algo peor. Pero por el azar, las cosas cambiaron.
Trabajando de joven, un compañero me presentó a la música punk, y más allá del sonido, fueron las letras lo que me cambiaron. Nunca había tenido acceso a la música, los libros —salvo el tema obligatorio en la escuela— y menos a cualquier manifestación artística. Si bien esa música y esas letras me ayudaron a canalizar mi ira y mi frustración, en buena medida me dieron un motivo para seguir vivo, fueron la puerta de ingreso a un nuevo mundo que no sabía que existía, en el cual había otras personas con historias parecidas a la mía, con expresiones similares y con ganas de vivir a pesar de las pesadillas que nos embargaban por las noches. Algo mágico sucedió y conocí los conciertos, la llamada contracultura y a muchas personas, la mayoría sin problemas pero que compartían los mismos gustos que los míos. En esa misma línea del tiempo, algunos de los niños que sufrieron los mismos abusos que tuve, estaban en bunker fumando piedra unos, o en la calle vendiendo su cuerpo otros. Yo estaba descubriendo eso que llaman “el poder transformador del arte”. Fue en 1998 cuando un afiche que decía “Hermanos” me llevó a un evento que me cambió la forma de pensar. Era el concierto del lanzamiento del cd de Mod-Ska en la Villa Olímpica en Desamparados. Lo recordé hace poco cuando escuché una de sus canciones en el Rock Fest y mi hijo de cuatro años bailaba. En ese concierto del 98 alguien estaba repartiendo afiches donde se criticaba al gobierno y eso me marcó. Lo que siguió después de eso se resume en que quería ser escritor y comencé a aprender a leer, ayudado por un diccionario, y luego comencé a escribir y hacía revistas anarco-punk.
Acudí a la Biblioteca Nacional a leer cuando salía de mi trabajo como operario y después bodeguero. Jugué por primera vez legos cuando fui a una Biblioteca Municipal para buscar libros que no encontraban y en una mesa estaban los bloques y me di cuenta que nunca había jugado eso porque no tuve infancia. Acudí a todos los FIA que pude y luego conocí espacios culturales como El Farolito, el Centro Cultural Figueres Ferrer y otros. Mi vida cambió cuando toqué un libro, escuché música clásica, vi una película en La Sala Garbo o vi una exposición de arte. Desde el Museo de Arte, hasta el Museo Nacional, al Museo de Arte y Diseño Contemporáneo, al Teatro Nacional, los Transitarte o Enamórate de Tu Ciudad, y claro, las Ferias del Libro, si no hubiera puesto un pie en alguno de esos lugares, estoy seguro de que mi vida hubiera sido la temprana muerte o la delincuencia, porque ambas estuvieron más presentes que las personas que hacían llamarse “familia”. Gracias a la ayuda de mi amigo Julio y su mamá, me dieron trabajo en su negocio en el Mercado Central y pude pagarme los pasajes y la alimentación para estudiar serigrafía en el INA, y casi al año y medio me gradué.
Tal vez esa visión del arte, la lectura y la música, todo gracias a espacios públicos y privados, hicieron que mi formación técnica tomara caminos tan inesperados como asombrosos. Pasé de hacer camisetas y calcomanías a tener mi propia librería de libros leídos, y luego a fundar una editorial que llamé Germinal, en homenaje al grupo que fundaran García Monge, Omar Dengo y otros a principios del siglo XX. En mi carrera como editor, he publicado más de trescientos libros, llevado a varios autores y autoras a varios premios nacionales y puedo decir que el trabajo como editor ha cambiado la forma de leer en este país, o al menos la forma de hacer libros. Si bien los libros me dieron la familia que la vida no me permitió, fue este país, sus luchas sociales y su visión de una mejor sociedad lo que me brindó cierta oportunidad que por azar, por suerte, llegué a conocer.
Hoy, puedo decir que, sin los museos, las bibliotecas, el Teatro Nacional, las Orquesta Sinfónica, el SINEM y las becas, todo lo que han peleado personas de diferentes administraciones de gobierno y diferentes partidos políticos, este país hubiera desaparecido hace mucho, o al menos yo no estaría acá escribiendo. Nadie sabe realmente el impacto que tiene en un niño o una niña el ver un instrumento musical, el acercarse a un libro, el ver a actores y actrices, obras de arte o conocer la historia de nuestro país a través de los archivos y los museos. Si yo, que conocí tarde todo esto, pude cambiar mi vida gracias a que escuché una canción y leí un libro, no puedo imaginarme todo lo que se ha logrado con los actuales programas y todas las vidas que se han mejorado y salvado; sin embargo, sí sé qué puede pasar cuando recorten todos los presupuestos y sigan pensando que la cultura es un lujo innecesario o un bien para unos pocos. Pienso en aquél niño que fui, el cual me visita ahora grande en pesadillas y me pide que lo salve y no puedo, así como pienso en los otros niños que estuvieron a mi lado y murieron por drogas o violencia y no sintieron la bondad del arte sanando las heridas que, por mala suerte, marcaron algunas infancias.
Hoy tenemos la responsabilidad de tomar un camino, como sociedad, como país: o les damos abandono, olvido y violencia a nuestras próximas generaciones, o les damos arte, paz e inspiración.
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