Se dice que el gallo pinto es parte sustancial de la identidad costarricense. El gallo pinto lleva arroz, frijoles y, dígase, el maíz de la tortilla. Todos éstos, granos básicos. La economía dice que es mejor y más barato importar los granos básicos que producirlos aquí. Es decir, para la economía es mejor y más barato importar el gallo pinto.

La cultura nos dice que los elementos identitarios, como el gallo pinto, son objetos, lenguajes y rituales que vinculan entre sí a la gente, la tierra y la memoria colectiva. Por ello son tan importantes: crean tejido social y territorial, acercan a las personas y reafirman sus relaciones de reciprocidad y solidaridad. Echan raíces.

Ya vemos que la economía no coincide con la cultura. En Costa Rica, la producción de frijol apenas alcanza una quinta parte, poco más, poco menos, del consumo nacional. Entre 1996 y 2018, cerca del 90 por ciento del frijol importado provino de países como Canadá, Chile, Estados Unidos, Guatemala, Honduras, México, Bolivia y, sobre todo, de China, Nicaragua y Argentina. Cientos de miles de toneladas.

La mancha territorial del frijol se empequeñece. Casi 22 mil hectáreas hace una década y 17 mil en 2021, según el MAG y SEPSA. En todo caso, son ya lejanos los tiempos cuando se contaba con más de 40 mil hectáreas, como en la década de 1960. Más o menos lo que representa el cultivo de arroz en la actualidad. El arroz y el frijol no son lo mismo, claro está.

La identidad integra a la población con un territorio y un pasado en común. En principio, el territorio y el pasado no se pueden importar como si fueran mercancías. O tal vez sí. Si no destinamos suelos para producir los frijoles que consumimos, inevitablemente debemos pagar a otros que lo hagan en sus países. Al importar frijol, estamos importando al mismo tiempo toneladas de suelo. Territorio virtual, pues.

Tener el gallo pinto en la mesa es tener sobre ella un sabor y un patrimonio que son productos de la historia. Son cosas y sensaciones que tienen como vector el ayer, no refieren al presente ni al futuro. Cada plato de gallo pinto en la mesa lo que proyecta es el tiempo ido. En los restaurantes lo servimos en comales y en hojas de plátano como lo hacían las abuelas y abuelos. No lo servimos en sofisticados platos de ficción gastronómica.

En el fondo, importamos frijoles para subsidiar la compra de un pasado que nos identifica culturalmente pero del que hemos renunciado territorialmente. Es algo extraño. Es como si quisiéramos la cultura sin la tierra. Cada embarque de frijoles, o de arroz, o de maíz, trae consigo los insumos para recrear un pasado en descarte. Quién iba a pensar que nuestra memoria del sabor depende ahora de la forma y del color de unos frijoles cultivados en China, que han cruzado mares y océanos metidos en un contenedor.

De un modo u otro, creemos que el gallo pinto relaciona nuestra identidad nacional con un entorno social y un terruño. Lo reclamamos como tico y lo mostramos con orgullo a quienes nos visitan. Pero lo que ofrecemos en realidad es un gallo pinto desarraigado. Sin agricultoras ni agricultores, sin tradición, sin los olores de la tierra en Upala, Los Chiles, Pejibaye o Buenos Aires. De nuevo es algo extraño. Decidimos no proteger la huella territorial de nuestro frijol, pero cargamos sin problemas con la huella de carbono de aquel importado.

No digo que esto sea un problema económico determinante ni una crisis cultural. Pero es claramente una contradicción conceptual y luego identitaria. El mercado no entiende de arraigo. Ahora el gallo pinto forma parte de una cadena logística global, que se mueve en función del interés de importadores e intermediarios váyase a saber de dónde y desde dónde.

En este caso, mejor llamarle gallo pinto global o, mejor aún, Global Gallo Pinto para que rime a la fuerza con Esencial Costa Rica.

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