Me tomó por sorpresa lo narrado por el Mario Rucavado Rodríguez en el artículo denominado El curriculum de un chavalazo”. Para quienes en algún momento laboramos o actualmente laboran en el Poder Judicial, es impensable, inimaginable, inconcebible, que un funcionario con los antecedentes descritos en dicho artículo llegue a ocupar un puesto del máximo honor como lo es la magistratura. Muchas personas exfuncionarias y funcionarias activas conocedoras del régimen disciplinarios imperante en la institución, sabemos, y a coro decimos: “a mí por menos me habrían despedido”.

Sin embargo, que una persona funcionaria sancionada varias veces por faltas graves (nada menos por tener el escritorio atrasado y dejar que algunos asuntos caduquen o prescriban) no es una situación que debería asombrarnos mientras el nombramiento de los puestos de las magistraturas continúen siendo actos eminentemente políticos. O, mejor dicho, siga constituyendo un “botín político”.

Quienes laboramos en el Poder Judicial sabemos que no es infrecuente escuchar en los pasillos judiciales que determinado juez y jueza llegará algún día o llegó a la magistratura, no precisamente por sus atestados. Normalmente, mucho antes de que lleguen al puesto se sabe que serán nombrados o nombradas, por dos razones:

  • Ellos mismos o ellas mismas se jactan en sus oficinas o despachos de ser pariente, amigo o amiga cercano de determinado expresidente, yerno o nuera de un diputado o diputada, profesor o profesora de la esposa de un expresidente, sobrino o sobrina de un exmagistrado o bien de un ministro o cualquier otro político importante.
  • Porque simplemente en su esencia son personas políticas, con militancia partidaria; y no un juez o jueza de carrera y con vocación para el cargo.

La designación partidista de las magistraturas implica que exista mayor probabilidad de que llegue a la máxima instancia de la justicia un político sin carrera judicial ni conocimiento alguno de los principios y valores que deben inspirar el quehacer de una persona juzgadora, que jueces y juezas sumamente capacitados, de larga trayectoria en esa labor, trabajadores y trabajadoras incansables y responsables, y de una honorabilidad incuestionable.

Hoy recuerdo que hace varios años, mientras caminábamos por los alrededores del Primer Circuito Judicial de San José, quien en ese momento me acompañaba me señaló y me comentó que el entonces juez civil al que se refiere el artículo del licenciado Rucavado, decía públicamente ser íntimo amigo de un expresidente de la República. Curiosamente, años después resultó electo magistrado con semejantes antecedentes laborales y no obstante que su amigo expresidente resultó condenado.

No podemos negar que, desde la promulgación de nuestra Constitución Política, el nombramiento de quienes ejercen las magistraturas es un acto eminentemente político dado que nuestros constituyentes dispusieron que los hiciera la Asamblea Legislativa y ese Poder de la República está conformado por personas que representan y son nombradas por los partidos políticos y no por el pueblo. Solo que en el pasado los hombres y mujeres que llegaban a ocupar una curul si tenían en mira los mejores ideales e intereses para la Patria y el momento de nombrar las magistraturas no era la excepción, se decantaban por los mejores juristas, intelectuales con excelencia académica, moral incuestionable, responsables, trabajadores y de una gran calidad humana.

Por lo anterior,  generalmente se nombraban magistrados y magistradas sin vinculación partidista, de incuestionable conocimiento jurídico y honorabilidad, lo que permitía que a su vez, a la presidencia de la Corte Suprema de Justicia la ejercieran renombrados juristas como lo fueron Miguel Blanco, Fernando Coto, Ulises Odio, Edgar Cervantes, Luis Paulino Mora y Fernando Cruz, quienes asumían el puesto sin compromiso político alguno, y en todo momento defendieron, sin temor, el principio de independencia judicial y los mejores intereses para la institución y para la patria, pues no tenían compromiso alguno con sus electores.

Lamentablemente, la politizada forma de nombramiento actual de los magistrados y las magistradas, desplaza, en muchas ocasiones, a las mejores personas juzgadoras que a pesar de contar con una carrera judicial intachable y excelencia moral y académica, no cuentan con contactos políticos; además de que leales a los principios y valores que deben inspirar tan digno cargo nunca se prestarían para ser nombrados a través del lobby comprometiendo su independencia y objetividad. Pues, como nos educaba un recordado y querido profesor en el colegio: “Quien pide favores, compromete su libertad”.

Con ocasión del importantísimo nombramiento del nuevo presidente o la futura presidenta de la Corte Suprema de Justicia, es oportuno que todos los ciudadanos y todas las ciudadanas, fundamentalmente abogados, abogadas, personas exfuncionarias y funcionarias activas defendamos la alicaída institución baluarte de la democracia costarricense demandando a los diputados y diputadas la reforma inmediata a la forma de elección de los puestos de la magistratura. Y a los magistrados y magistradas de la Corte Suprema de Justicia que, si verdaderamente les importa la imagen e independencia de ese poder de la República, la justicia, la democracia y la institucionalidad, nombren para presidirlo a la persona que en consciencia —y no por componendas política e intereses personales— represente los más altos valores y principios de la institución. Alguien, al menos, sin mancha alguna en su desempeño laboral.

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