Se dice mucho: las cincuentonas ya no son lo que eran antes.

Nuestras mamás, desde mucho antes de cumplir cincuenta, ya eran señoras; porque las veíamos señoras, se comportaban como señoras y hacían todo lo que debe hacer una señora.

Este mes me tocará a mí ser una de ellas, y les voy a contar cómo me siento: rarísima.

Mi cabeza es una combinación entre energía creativa y explosión de ideas, neuroplasticidad, alta productividad y hasta gozo intelectual, pero a la vez, serena aceptación de que no puedo saberlo, o hacerlo todo; no tengo todas las respuestas, y no me importa. Todavía no he aprendido a archivar, ni a ser buena en Excel, estoy leyendo más que nunca y me reconozco una aprendiz permanente; “Yo solo sé que no sé nada”. En mi lista está pendiente estudiar filosofía.

En el cuerpo físico sigo manteniendo mi peso controlado, un par de kilos para arriba o para abajo, pero no bajo la guardia; “el precio de la libertad es la eterna vigilancia”, decía Jefferson. Me parece muy grave la gravedad, le temo. Hago una hora de ejercicios al día, pero he tenido que cambiar a actividades físicas de menor impacto porque me diagnosticaron un gran desgaste en la rodilla derecha y un poquito en las muñecas. Eso me ha puesto triste, mi cabeza aún no lo acepta y ahora debo hacerme amiga de las dosis diarias de colágeno.

También son mis compañeros inseparables el Magnesio para la digestión (lástima que no nos presentaron cuando tenía veinte años), la cúrcuma contra la inflamación y la vitamina D que fortalece el sistema inmune. Ahora sufro más por la celulitis y he padecido en algún momento el síndrome de la impostora.

Hice la maestría a los cuarenta y ocho años; me he mudado veinte veces, he vivido en cuatro provincias, he viajado a bastantes países, he creado tres empresas, he ganado y he perdido dinero. He llorado la pérdida de tres mascotas adoradas, pero nunca la de una persona cercana.

Con un hijo ya grande y casi independiente, mis seres cercanos más dependientes son tres perritas y tres gatos; también convivo con cuatro gallinas y seis caballos, pero esos yo no los cuido, solo los saludo cada día.

En cuanto a las relaciones, reconozco que a veces tuve la barra muy baja, pero no ahora: vivo con un ser humano maravilloso, un hombre inteligente, divertido, amoroso, valiente y solidario que cocina la cena cada noche, después yo lavo los platos.

Intento cada día hablar menos y escuchar más. No soy “muy pega”, pero estoy pendiente de la gente que amo. Mi círculo social se ha reducido y mi paz ha aumentado. He retomado el tejido en crochet, lo más valioso que me enseñaron las monjas en la escuela, y le hago regalos a familiares y amigas embarazadas.

Disfruto acostarme a las 9 de la noche, o antes; leo hasta que hago bizco y me duermo, y como vivimos en una finca, nos levantamos con el sol y al llamado de todos los animales que demandan su desayuno desde muy temprano. De la naturaleza he aprendido a tener más paciencia, y que ni siquiera los árboles están estáticos, ellos se mueven constantemente buscando los rayos del sol. También sé que es una fuerza imparable, a veces destructora, pero también sanadora. Creo, como lo expresó Spinoza (y Einstein a su manera), en la frase que dice “Dios es la propia realidad; lo sagrado que se expresa a través de la naturaleza”.

Para mí los cincuenta años son una disonancia cognitiva, son la media teja, son el segundo tiempo del partido, son como una puerta grande que se abre pero hace un ruidito leve de bisagra, ¿lo escucharon?

Como muy bien dice Thomas Cahill: “somos adultos a merced de la vida y fuimos unos niños a merced de los adultos”. Yo soy una mujer de casi cincuenta, profundamente afortunada y agradecida por haber nacido en esta época, en este país y en esta familia.

¿Pendientes? No muchos: hacer más de lo que me gusta y saber que mi hijo tiene una vida plena, siendo el amo de sus pensamientos y emociones, a pesar de las circunstancias. Estudiar filosofía. También quisiera bailar más y aprender a cantar decentemente. Me gustaría sembrar mi propia comida. Quisiera que nadie sufra por causa mía y que todos estén un poquito mejor después de haberse cruzado conmigo en el camino (como dijo Teresa de Calcuta). Pido mantenerme activa, lúcida e independiente hasta el día que llegue mi obsolescencia programada, cambie de dimensión y suceda lo que dijo el químico Antoine Lavoisier: “la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma”.

Feliz cumpleaños a mí.

Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.