La discusión pública está llena de mitos y sesgos que dificultan la sana evaluación y las propuestas de cambio en la política social. El origen de muchas de estas afirmaciones y errores cognitivos descansa en la desactualización, la generalización, la simplificación y el pleno desconocimiento que golpean y generan desconfianza en el pacto social costarricense.

Leyendas descontextualizadas son replicadas, no pocas veces, por medios de comunicación, generadores de opinión política, e incluso por voces otrora expertas que, estando desactualizadas pero investidas de un aura de legitimidad, convierten sus juicios en gasolina para el motor del populismo.

Por ello, es responsabilidad de quienes estamos vinculados -desde cualquier frente- a la política social, hacer un ejercicio de deconstrucción de esos pseudoargumentos y de educación continua para que estas faltas epistemológicas cedan su lugar en la mesa a planteamientos que enfrenten los retos del sistema de bienestar y protección social desde la evidencia, la ciencia y la experiencia.

En razón de esto, es conveniente tamizar diez de los errores más recurrentes:

Es un mito que los niveles de pobreza por ingresos en el país se encuentran estancados desde hace 25 o 30 años. Un reciente estudio de Andrés Fernández y Ronulfo Jiménez, publicado por CEPAL, demuestra que esta difundida tesis es falsa. Esta investigación demuestra que de 1994 a 2006, se constata la existencia de un estancamiento de la incidencia de la pobreza por ingresos, pero de 2006 a 2017 no solo disminuye la incidencia de la pobreza, sino que también se reducen la pobreza extrema y la proporción de hogares vulnerables.

Es incorrecto afirmar que los programas sociales deben ser solo para hogares y personas en pobreza, y que cualquier otorgamiento distinto debe ser llamado filtración. Los sistemas de protección social universalistas y sensibles de las diferencias deben priorizar la atención de los hogares en pobreza extrema y básica, pero sin desproteger las franjas de población vulnerables. No hacerlo expone a toda la economía a trampas cíclicas de pobreza en lo individual y colectivo. Esta era la lógica que imperaba cuando se eliminaba el beneficio de cuidado infantil a madres que iniciaban a trabajar, o se revocaba la transferencia de Avancemos a estudiantes de hogares vulnerables. Estas situaciones han quedado zanjadas en los últimos años desde el accionar administrativo del sector social y reformas legales promovidas para tal fin.

Existe un sesgo conceptual cuando se afirma que el aumento de la pobreza es reflejo exclusivo de la ineficiencia de los programas sociales, pero cualquier reducción es solo fruto de las políticas económicas. El uso de causalidades deterministas y antojadizas de los buenos y malos resultados que presentan los indicadores de pobreza refleja el poco entendimiento de la multidimensionalidad del fenómeno. Generalmente, esto lleva implícita la intencionalidad de maximizar o minimizar la responsabilidad de distintos actores sociales y cierto tipo de política omisas de la insuficiencia del financiamiento de la política social selectiva. Los resultados del índice de pobreza multidimensional (IPM) -la medición más comprehensiva que utiliza el país para evaluar el fenómeno- muestran que este flagelo ha reducido constantemente desde 2010 por impacto positivo de las políticas sociales en áreas como salud, educación, vivienda, protección social y empleo decente. Empero, debe reconocerse que los resultados podrían ser mejores con un sistema tributario más justo, un mercado laboral más inclusivo y mayor suficiencia de recursos en los programas sociales.

Es falso que la mayoría de los recursos dirigidos a la atención de la pobreza se van en salarios y otros gastos administrativos. Basta decir que nueve de cada 10 colones que ingresan al Fodesaf van a beneficios y servicios directos. El IMAS por ley no puede invertir más de 30% de sus ingresos en gasto administrativo-operativo, y en los últimos 5 años el promedio es de 13%.

Tampoco es verdad que la política social de Costa Rica es meramente asistencialista. Ni en sus definiciones primarias (Ley de Creación del IMAS y Ley de Fodesaf) ni en la evolución del trabajo con familias en situación de pobreza priman, sobre la atención integral, los enfoques asistenciales. Por el contrario, desde entonces se planteaban los principios de corresponsabilidad y la aspiración compartida de una movilidad social ascendente. Los más de 100 mil hogares que han sido parte de la Estrategia Puente al Desarrollo, y los 400 mil estudiantes de Avancemos, participan de estos programas en tanto asumen compromisos verificables con ellos mismos y con el resto del país en búsqueda de su autonomía económica. Otros programas como el aseguramiento por el Estado, las pensiones del régimen no contributivo, los comedores escolares, las transferencias para cuidados y apoyos para personas en situación de discapacidad, las acciones de protección de víctimas de violencias de género e intrafamiliar, entre otros, se vela por el resguardo de derechos fundamentales y se equivocan quienes pretenden hacerlo ver como caridad social o institucional.

No es cierto que las personas y familias en situación de pobreza que participan de los programas del Estado asumen una posición pasiva, o peor aún despilfarradora, y encuentran en ello un desincentivo para trabajar. Las evidencias sobre el impacto de un ingreso mínimo vital están desmantelando la lógica que afirmaba que los aportes estatales actúan como desincentivos automáticos del empleo. Lo más peligroso es que estas afirmaciones dejan claro que hay prejuicios que asumen que las personas en situación de pobreza no son trabajadoras, no tienen sueños, ni aspiraciones ni voluntad de cambio, y que su situación -por encima de la falta de acceso a oportunidades- se reduce a una limitación actitudinal que se convierte en razón para que el Estado deje de invertir recursos en ellas. Estas visiones muestran una disociación clasista, segregacionista e ignara de la realidad de esfuerzo, sacrificio y compromiso dignificante que abundan en la gran mayoría de familias en pobreza a pesar de contar con condiciones lejanas a la comodidad desde la cual se emiten tales juicios.

No es cierto que Costa Rica obtiene pocos resultados en reducción de la desigualdad por inefectividad de la política social. El impacto sobre desigualdad de la inversión social está determinado tanto por su efecto recaudatorio como por el distributivo. No es lo mismo distribuir en programas sociales 100 colones obtenidos desde impuestos indirectos (fuentes más regresivas en las que todos pagamos por igual), en comparación con el reparto de 100 colones provenientes de fuentes directas (ingresos más progresivos donde pagan más quienes más tienen). No solo nuestra inversión social es de las menores en la OCDE, sino que cuando nos comparamos con países de sistemas fiscales más justos encontramos diferencias claras en los resultados, en donde una parte del efecto en Costa Rica termina siendo compensatorio y neutro para las familias en pobreza de aquella recaudación que ha caído también sobre su consumo. Esta conclusión remite a la importancia de cambios tributarios tales como la renta global y los impuestos sobre renta y el capital como las casas de lujo.

Es un error pensar que no hay riesgos en trasladar el financiamiento de la política social de contribuciones sociales a impuestos generales. El más reciente informe del Estado de la Nación deja claro cómo, a raíz de la pandemia, la reducción del 8% de los ingresos del Fodesaf en el 2020 se divide en 7 puntos porcentuales (pp) de reducción por impuestos generales, y solo 1pp por contribuciones sociales. Es claro que el legislador fue sabio al entender que la rigidez de los contratos laborales de nuestro país genera resiliencia, aún en las peores crisis, y esa fortaleza del sistema de seguridad y protección social debe modularse, muy escrupulosamente, solo desde la evidencia y garantizando sostenibilidad, suficiencia y resiliencia en las fuentes financieras.

Es falso que los logros de desarrollo humano no tienen correlación con la inversión social. No ha sido obras de la casualidad sino del gasto e inversión social que contemos con una alta esperanza de vida, una baja mortalidad, niveles de analfabetismo bajos, sistemas de protección y servicios de cuidado para la niñez, personas con discapacidad, adultos mayores, transferencias para estudiantes, otros. Cuando esa inversión se compara con el ingreso personal o familiar, que no reflejan plenamente su impacto, se genera el efecto de desvincularla como causa de estos logros para sustentar tesis fiscalistas que atacan el financiamiento de programas sociales. El desarrollo humano y la paz social que se goza en Costa Rica han costado, cuestan y costarán muchos recursos. La eficiencia es deseable, empero, como lo demuestran países hacia el norte y otros más hacia el sur en nuestro continente, es mucho más caro no tenerlas.

Se yerra en la discusión sobre la reforma del sector social cuando se cae en una simplificación exagerada del funcionamiento de las instituciones y programas sociales; cuando se manifiesta una devoción dogmática a los candados y a los cierres eficientistas, o cuando se plantean megainstituciones que, coincidentemente, buscan desdibujar derechos de poblaciones prioritarias. El sistema de protección social costarricense debe adaptarse a los tiempos y, particularmente, a las necesidades de la población. No obstante, sus reformas deben ser planteadas con liderazgo política, pero con una alta dosis de técnica y conocimiento institucional, en tanto se está trabaja con programas muy sensibles para la población y con una parte esencial de pacto social costarricense.

No imprimir seriedad o técnica a la política social puede generar réditos altos para algunos intereses particulares y, también, para ciertas coyunturas políticas de luces cortas. Sin embargo, en el mediano y largo plazo la fábula y la ficción terminan siendo leña para el fuego de la demagogia, que socaba las bases de la institucionalidad democrática.

En conclusión, la sostenibilidad de nuestro financiamiento del desarrollo enfrenta tres grandes desafíos didácticos: reducir instrumentalización acientífica del fenómeno de la pobreza; imprimir más profundidad técnica en la valoración de las instituciones y programas sociales, y -con urgencia- remozar la ética y la seriedad del debate político costarricense.

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