Este año, la conocida plataforma de streaming Netflix ha estrenado la película-documental “Caso Wanninkhof-Carabantes” (sobre el mismo asunto, también HBO Max ha producido la miniserie “Dolores: la verdad sobre el caso Wanninkhof”), lo que ha puesto de nueva cuenta en la palestra pública uno de los escándalos judiciales más sonados en la historia reciente de España.

En resumen, el caso versa sobre el asesinato de la joven Rocío Wanninkhof, residente del municipio andaluz de Mijas, en octubre de 1999. Luego de una infructuosa investigación preliminar, las autoridades españolas tomaron a Dolores Vázquez, quien fuera pareja de la madre de la víctima, como única sospechosa del crimen. A partir de meras conjeturas, basadas esencialmente en estereotipos ligados con las preferencias sexuales de la imputada, perfiles psicológicos sin sustento alguno y en la histeria popular avivada por los medios de comunicación, Vázquez fue encarcelada durante 519 días y declarada culpable por un jurado. Sin embargo, un nuevo asesinato, el de la joven Sonia Carabantes, en el año 2003, despejó las dudas y permitió conocer, mediante rastros de ADN en los escenarios de los crímenes, que el verdadero homicida de ambas mujeres fue un hombre británico, Tony Alexander King.

Pese a ello, el tiempo ha transcurrido sin que a la fecha se haya dado una disculpa pública por parte del Estado español o alguna indemnización por el daño causado a Dolores Vázquez o a los familiares de Carabantes, cuya muerte pudo evitarse con una investigación más rigurosa del primer asesinato.

Durante el mediático proceso, una horda de criminólogos, psicólogos y abogados vertieron su criterio —pretendidamente experto— en distintos medios de comunicación, condenando impúdicamente a la señora Vázquez, ante el aplauso de una audiencia aterrorizada y ávida de venganza. El caso Wanninkhof resulta paradigmático, no porque constituya un yerro judicial destacable por su singularidad, pues —lamentablemente— organizaciones como el “Proyecto Inocencia” han evidenciado que nuestros sistemas judiciales se equivocan más de lo que quisiéramos admitir, pudiendo presumirse que la cifra negra de falsos positivos es mucho mayor de lo que imaginamos, sino por la probable injerencia que esa condena anticipada tuvo en el incorrecto veredicto inicial.

Casi dos décadas atrás y a propósito de este mismo caso, el magistrado emérito del Tribunal Supremo de España, Perfecto Andrés Ibáñez, mencionaba que los llamados procesos paralelos, que surgen en las instancias informales de la prensa y, hoy en día, en las redes sociales, cuando se conoce una presunta actividad criminal, fácilmente se convierten en procesos “para lelos”, por su carácter subcultural y por la clase de actitudes que propician. Parece, en ocasiones, que el interés de ciertos medios de comunicación no es informar sobre un evento, sino deformar la realidad, de manera que sea más sugestiva, como cualquier bien de consumo; más que transmitir neutralmente la información, como correspondería, se trata de provocar un efecto, de manera irreflexiva y emocional. La verdad es que poco ha cambiado desde entonces.

La mayoría de los diseños procesales penales continentales, incluyendo el costarricense, prevén la privacidad de las actuaciones iniciales de toda investigación, precisamente por las fatales consecuencias que las arengas públicas pueden tener sobre el honor y la reputación de personas protegidas por el principio de presunción de inocencia. Lo que aún está por verse, con datos empíricos contrastables, es la magnitud del impacto que esos procesos paralelos tienen en el juicio real, no solamente cuando estamos frente a un jurado, sino también ante jueces profesionales que –no debemos olvidar– razonan y sienten como cualquier otro individuo.

En nuestro entorno, la impune filtración a la prensa de información procesal privada y sensible, la vigencia de medios de comunicación que parecen entender los conflictos humanos como una suerte de tragicomedia estéril –si no es para ganar seguidores– y sin el menor resquicio de ética periodística, debería encender las alarmas ante la posible incidencia de los juicios paralelos mediáticos sobre los procesos judiciales; agencias pseudoinformativas a las que no les importa llevarse entre sus engranes a las personas que los alimentan, a costa de su propia biografía, tal y como ocurrió en el caso Wanninkhof y en otros tantos que yacen en el olvido y el anonimato, constituyen un riesgo sin precedentes en las sociedades de la (des) información.

Y ni qué decir de las redes sociales. La opacidad de un avatar o perfil de usuario permite extrapolar los sentimientos más indignos y apoyar los disparates más groseros. Una distopia medieval llevada al entorno virtual moderno que, no obstante, repercute en la vida real.

Ahora bien, el error es consustancial a cualquier decisión humana: aunque pernicioso e indeseable, deviene inevitable. Pero una de las más valiosas enseñanzas del caso Wanninkhof es justamente que el linchamiento paralelo al proceso puede provocar injusticias por partida doble: la que representa el encierro y el irremediable vilipendio público de una persona inocente, pero, además, la consolidación de la impunidad del verdadero responsable. Si la investigación del caso Wanninkhof no se hubiese sesgado de la manera en que se hizo, quizá se hubiese atrapado a Tony Alexander King a tiempo y al menos una vida se hubiese salvado.

Cuando se aboga por un sistema represivo respetuoso de las garantías propias de un Estado de Derecho, de ninguna manera se busca la impunidad, sino todo lo contrario. Si las agencias represivas de nuestros Estados se basan en la intuición, el prejuicio y la eficacia a golpe de cifras, valiéndose de los medios de comunicación como un brazo más de su entramado, los desatinos y los excesos estarán a flor de piel, con aprehensiones para aplacar conciencias etéreas y poco más.

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