Si algo ha caracterizado este año al Poder Judicial lo es la suma de desaciertos en temas de relevancia institucional y nacional. Lejos de constituir situaciones excepcionales, evidencian por el contrario una crisis institucional que inició unos años atrás y que lejos de resolverse favorablemente, parece empeorar día a día.

Recién ocurrido el escándalo mediático del Cementazo pudimos escuchar voces que a lo interno de la Corte clamaban por modificar el sistema de nombramiento de los magistrados, que claramente permite descartar a los mejores candidatos en favor de otros, bendecidos por determinados partidos políticos que apuestan a ejercer un control inmediato sobre el contenido de resoluciones jurisdiccionales de relevancia. No fue necesario, sin embargo, esperar mucho tiempo para constatar cómo en el propio seno de la Corte surgían voces opuestas a dicho cambio, muchas de ellas correspondientes precisamente a magistrados cuya elección ha sido particularmente cuestionada dada su falta de atestados o de carrera judicial; tales voces terminaron por imponerse, sepultando cualquier iniciativa tendiente a eliminar la amenaza que la injerencia político-partidaria supone para la independencia judicial.  Los efectos de tal disfuncionalidad no se agotan sin embargo en la elección de los magistrados: dado que estos designan a los jueces de categorías inferiores —ejerciendo en la práctica un poder cuya discrecionalidad raya en la arbitrariedad—, no resulta extraño observar cómo personas cercanas a ellos (amigos o antiguos compañeros de integración) resultan beneficiados con ascensos o recomendados en su caso para ocupar plazas de magistrados suplentes; pese a que existe un reglamento para el prevención y abordaje de conflictos de interés, tal concepto resulta siempre convenientemente interpretado para excluir por definición cualquier conflicto de esta naturaleza. Los beneficios de ser los últimos interpretes de las normas a aplicar son tales que resulta incluso posible que un magistrado que mantiene amistad con determinado candidato sea el mismo que realiza las entrevistas de todos los participantes, recomiende en primer término a su amigo y terminé votando por él en la sesión respectiva de Corte Plena.

Esta red de influencias se extiende como una telaraña que permea buena parte de la labor jurisdiccional del Poder Judicial, poniendo en duda la imparcialidad con la que debe ser administrada la justicia. Esto no sería mayor problema si nos hallásemos en una corte medieval, en la que el ejercicio del poder no tenía más límites que la propia voluntad del noble o del propio rey; sin embargo, vivimos en una sociedad democrática en la que el ejercicio del poder estatal encuentra límites en el principio de legalidad y en algo que dichos magistrados parecen haber olvidado (o importarles realmente muy poco), conocido como sistema de carrera judicial, que define precisamente los parámetros que rigen el nombramiento y ascenso de los jueces, y que privilegia los méritos por sobre vínculos de amistad o de otra naturaleza.

Esto, que resulta obvio para cualquiera que se tome unos pocos minutos para leer dichas normas, no lo es sin embargo para muchos magistrados, que incluso no tuvieron mayor reparo en cerrarle la puerta en la cara a un funcionario de las Naciones Unidas (relator especial para la independencia de los magistrados y abogados) que tuvo el supremo atrevimiento de señalarle a la Corte su propia responsabilidad en varios de los factores que amenazan la independencia judicial. Los cuestionamientos internos sobre el tema se han ido sumando con el pasar de los meses, haciéndose evidente que el irrespeto del sistema de carrera judicial no atañe a eventos aislados sino a una práctica institucional consolidada para privilegiar el nepotismo por sobre la meritocracia.

Quien denuncie tales anomalías se ve expuesto a la posibilidad de ser incluido en una lista negra, circunstancia que obstaculizará futuros ascensos o nombramiento en propiedad; ese es el lamentable costo de hacer lo correcto. Los riesgos de tal actuar son obvios: en la medida que un nombramiento es producto de un favor, se compromete la independencia de aquel que lo ha recibido; este le será cobrado una y otra vez. Paralelamente, se crean redes de cuido (protección para determinados sujetos, ajenos incluso al Poder Judicial) estructuradas desde lo más alto de la jerarquía, que constituyen claros obstáculos al combate de la delincuencia; en el escenario más favorable, se afecta la calidad de la administración de justicia, al excluirse directa o indirectamente a los mejor calificados de nombramientos o ascensos en la institución. No pocos de estos terminarán renunciando, desalentados por la viciosa práctica institucional ya consolidada; su salida no solo priva al Poder Judicial de excelentes funcionarios, sino que da vía libre a personas con pocos escrúpulos, para quienes   plegarse a las instrucciones de aquellos que los pusieron ahí no generaría mayores cuestionamientos éticos.

Cuando una institución deja de regirse por las normas que regulan su ejercicio y es manejada en atención a los intereses personales de los jerarcas, su legitimidad queda claramente comprometida. ¿Qué decir entonces del Poder Judicial, llamado constitucionalmente a servir como barrera al ejercicio arbitrario del poder estatal?

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