Freud lo entendió mejor que nadie. El amor extendido a toda la humanidad parte de una premisa ruin: las personas reducidas al oprobioso rango de un hormiguero, un avispero o cualquiera de los conglomerados de insectos sociales donde no existe posibilidad de elección ni libertad individual.
Por eso, quizás, todos esos pomposos proyectos políticos que nos prometen la construcción de sociedades maravillosas, necesariamente, requieren de hombres cosa, de entelequias: hombres nuevos, superhombres, hombres nobles, hombres abstractos, hombres hipotéticos, hombres sin odio.
Lo mismo sucede con los proyectos religiosos: requieren que dejemos de ser hombres para convertirnos en Buda, Zoroastro, Cristo, Mahoma.
El lance entre Eros y Tanatos, por mucho que le duela a las almas bellas, estuvo zanjado desde siempre: aun la beatitud del Nirvana no es más que la máscara de la muerte.
Freud situó el origen de la civilización en el momento en que nuestros antepasados dominaron el fuego echándose una abundante meada sobre los leños crepitantes. Y la civilización, ya se sabe, es el malestar.
Agua y fuego ilustran la dialéctica de Eros y Tanatos. Freud citaba a Heine (“Con lo que usa para mear/el hombre puede a otros crear”) pero, perfectamente, pudo citar a José Marín Cañas: “Como vivimos en contacto con la Naturaleza, tenemos una religión pagana, porque todos los convencionalismos y todas las creencias tontas las hemos eliminado por los riñones”.
Una vez que meamos sobre el fuego, no es posible volver a venerarlo. Así, todo proyecto resurreccional o restauracionista se explica a partir de una perversa combinación de ingenuidad y demagogia. La ciencia moderna, por ejemplo, nos mostró la desabrida desnudez del rayo, el cosmos, el átomo y la vida. Y entonces, al menos durante un tiempo, los relatos de vampiros y duendes y fantasmas pasaron a ser relatos de policías y viajes espaciales: un mundo sin Dios era, también, un mundo sin mal.
Sin embargo, las cosas casi nunca cambian para bien.
Los Stuka sustituyeron ángeles y plegarias y el mundo renegó de la hazaña de Prometeo: la era de las catástrofes colonizó el cielo, el último reducto de divinidad que quedaba. Y en la polinesia y en en las tierras del bisonte se empezaron a cosechar furtivas Hiroshimas, furtivas Nagasakis.
Y sí, es cierto, después de Auschwitz y de la bomba estuvo Paul Celan y sus tulipanes decapitados y su negra leche del alba.
Y sí, es cierto, después de Auschwitz y de la bomba también estuvieron Los Beatles.
Pero ya habíamos meado sobre el fuego.
Sobre el átomo.
Sobre el planeta entero.
Recuerdo que Albert Camus, como todo hombre decente, desconfiaba de los discursos grandilocuentes.
Desconfiaba tanto del socialismo de académicos mezquinos como de los patriotas argelinos que ponían bombas en los tranvías.
Para él, la salida ante la cruel desnudez de una vida sin sentido reside en el amor, en la sensualidad, en la amistad, en el cielo, en el mar, en las flores de los maceteros, en la delectación ante el súbito paisaje que se nos anuncia una tarde.
Se trata, por supuesto, de una posición furiosamente vitalista y por eso el verdadero drama de La peste no es la enfermedad ni sus pormenores clínicos. Hay, desde luego, una descripción muy meticulosa de la patología: los ganglios como clavos aferrados a los huesos o esa flor de sangre que aparece en el hocico agudo de las ratas que anuncian la peste. Pero el dolor, el dolor más insoportable, se relaciona con la imposibilidad de amar y la imposibilidad de disfrutar los paisajes… Se relaciona con la separación de los amantes y los amigos.
Esa es la verdadera peste.
Curzio Malaparte decía que mientras haya peste nunca seremos libres. Hoy estamos a las puertas de un nuevo proceso electoral y corremos el riesgo de que, más allá de las noticias de la variante Omicrón y la posibilidad de una cuarta ola, nuestra peste sea justamente las elecciones.
Costa Rica, lejos de experimentar una polarización, padece una escandalosa grieta y nuestras instituciones, mal que nos pese, son incapaces de gestionar efectivamente nuestros odios.
En todo el arco ideológico, no obstante, nos atosigan con narrativas sospechosamente optimistas y nos prometen formidables soluciones para la debacle.
Pero ya meamos sobre el fuego y, difícilmente, alguna de las alternativas electorales sea capaz de sacarnos por sí sola del barreal.
Yo ya tengo definido mi voto. Y esta vez no permitiré que las miserias electorales me arruinen la vida y los afectos. Me gusta pensar que en medio de esta peste electoral podemos hacer como Jean Tarrou y el doctor Rieux, los personajes de Camus, que burlaron el cerco de Orán y tomaron un baño de mar a despecho del horror. Por eso seguiré disfrutando paisajes con mis amigos, sean socialistas, liberales, socialcristianos, troskos, fachos, progres, cristianos, gachos, ateos, liberacionistas, socialdemócratas o anarcos. Total, como decía Tetsuro Watsuji, la única posibilidad del nosotros ocurre en el paisaje.
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