El proceso penal siempre ha estado cargado de simbolismos y rituales. Algunos disponen de cierta racionalidad, mientras que otros, lisa y llanamente, constituyen absurdos en los tiempos modernos. Como parte de estos últimos, recientemente se publicó un artículo de Patricia Coppola en donde la autora cuestiona el uso de togas por parte de los operadores jurídicos en la provincia de Mendoza, Argentina;  los funcionarios se valieron de un argumento dual: la función simbólica de la toga como instrumento de igualdad con respecto a quienes la usan y, además, una suerte de desdoblamiento de la personalidad en donde el abogado togado “abdica de su propia convicción moral” y se transforma, al vestir esa prenda, en un heraldo de la justicia.

Toda esta liturgia jurídica pervive campante en multiplicidad de actos académicos y en la práctica cotidiana de diversos tribunales nacionales y supranacionales —del más alto nivel— alrededor del mundo. A pesar de que, como señalara Ossorio y Gallardo en su clásica obra El alma de la toga, siempre existe el inconveniente de que “se tome el signo por la esencia y se forme una mentalidad frívola y superficial”, estás excentricidades no trascienden de lo irrisorio y anecdótico. En cualquier caso, se trata de prendas de vestir que —en tanto son desprendibles— solamente amenazan con convertir a la corporación judicial en una horda homogénea, propia de la distopía Huxleyana.

Por el contrario, otro tipo de reglas —ampliamente normalizadas— sí que requieren una profunda reflexión, por representar, a mi juicio, claras muestras de estereotipos normativos (que no describen la realidad, sino que prescriben un rol), altamente perniciosos y relevantes en el ámbito de la administración de justicia, particularmente en el contexto penal, que ha demostrado una estrepitosa propensión al mero simbolismo. Sin duda alguna, la función simbólica del derecho penal se ha posicionado como la arista prevalente en el aparato represivo en la actualidad. Permítaseme exponer tres ejemplos de este fenómeno.

En primer lugar, el engrosamiento del catálogo de delitos, con la ingenua pretensión de que la promulgación de la norma —como por arte de magia— producirá un cambio en la realidad, disminuyendo la criminalidad. En segundo término, la intuición, basada en la categoría de sospecha, como aspecto determinante en la intervención estatal por parte de las agencias represivas en la esfera de derechos de las personas (v.g. detenciones por olfato policial); práctica que se alimenta de prejuicios y generalizaciones espurias, derivada de la vestimenta, género, nacionalidad o estrato social del investigado. Finalmente, la llamada concepción mística de la inmediación, según la cual los jueces pueden percibir —como si fueran nigromantes— la verdad o falsedad de lo relatado por un testigo, a partir simplemente de su comportamiento externo, siendo esta una fórmula ampliamente desacreditada por los psicólogos del testimonio y que, pese a ello, permite en la práctica judicial la incorporación de prejuicios de toda índole en la valoración de la prueba.

En cada una de las actuaciones reseñadas media —como lugar común— un valor asignado y completamente desligado de datos empíricos contrastables. No obstante, este tipo de comportamiento disfuncional no es casual, pues se inserta en un entramado institucional que potencia la segregación y la estigmatización. Uno de los casos paradigmáticos es el de los tatuajes y su proscripción en el entorno tribunalicio.

Sobre el tema, la Suprema Corte de Justicia de la Nación mexicana, en la resolución del amparo directo en revisión 4865/2018, determinó que el derecho al libre desarrollo de la personalidad emana del principio de autonomía personal e involucra “la capacidad de elegir y materializar libremente planes de vida e ideales de excelencia humana, sin la intervención injustificada de terceros”, determinándose la elección de la apariencia personal como “un aspecto de la individualidad que se desea proyectar ante los demás”, correlato de la libertad de expresión y “el derecho a expresar, buscar, recibir, transmitir y difundir libremente, ideas, informaciones y opiniones”. El Alto Tribunal mexicano estimó así que los tatuajes constituyen una manera de expresar la individualidad que se ve tutelada por los derechos al libre desarrollo de la personalidad y a la libertad de expresión y que implica la imposibilidad de ser tomados como elementos para discriminar a quienes los porten.

El principal acierto de esta resolución radica en comprender que el simbolismo que puede aparejar cierta práctica laboral o profesional no puede oponerse al derecho al libre desarrollo de la personalidad que tiene quien, por cualesquiera razones, haya grabado su piel para mostrarlo a otros o para su propio disfrute.

Es preciso advertir que el contenido de reglamentaciones de este tipo no es para nada inocuo, pues, en todos los casos, la prohibición trae consigo un mensaje que agrava la disyunción de las personas: cuando se obliga a un empleado a cubrir su piel grabada bajo alusiones de formalidad, moral o dignidad laboral —olvidando que el tatuaje no es una atavío del que puede librarse— subyace un claro prejuicio con respecto a los portadores de estos, que se colocan en el lado opuesto de los valores que se pretenden defender con la regla; cuando se alude a cortes de cabello formales o clásicos —diferenciados por género— se encubre un estereotipo normativo de feminidad que desprestigia, no solo a los varones que tengan el pelo largo, sino también a las mujeres que decidan portarlo corto, aunque estas últimas no tengan una prohibición expresa en ese sentido.

En suma, acciones que pudiéramos estimar fútiles en solitario, contribuyen de forma significativa a perpetuar —aún de manera indirecta— una inadmisible desigualdad en el tratamiento de grupos vulnerables, situación que se agrava aún más con la permanente selectividad del aparato represivo estatal para algunos de estos conjuntos, y que produce la necesidad de eliminar todas aquellas prohibiciones que se erijan como meros simbolismos derivados de anquilosadas costumbres de antaño y que no representan lesión alguna a los derechos de terceros.

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