En agosto de 2021 leímos en el Club de Lectura CCSS el libro de Anacristina Rossi, Limón Blues. Hace alrededor de unos quince años lo leí por primera vez. Recuerdo que en esa ocasión me develó parte importante de mi herencia cultural. La lectura del libro coincidió con mi primera visita a Limón y posteriores visitas recurrentes; así que fue en mi adultez cuando conocí un pequeño espacio de esa provincia.

Mi niñez, adolescencia y los primeros años de juventud los viví en Alajuelita. Durante esa época era un pequeño pueblo en el que buena parte de la población se dedicaba a la agricultura. No tengo recuerdos de compartir clase en la escuela con compañeros afrodescendientes y sí tuve alguna en el colegio; pero, a pesar de esa presencia, crecí con los discursos de la Suiza centroamericana y de que los ticos descendíamos directamente de los españoles.

Recuerdo que alguna vez en un teatro, una compañera de la universidad y yo vimos en una butaca a lo lejos a una joven tan blanca como la hoja sobre la que escribo; no recuerdo el motivo de la conversación, pero mi compañera fue enfática en señalar que ella sí era blanca, en comparación con el color de mi piel. Ese día se derrumbó uno de los mitos con los que había crecido: resulta que yo no era blanca. Fue un golpe para mí, ¿por qué mi piel no era tan blanca si desde siempre me habían dicho que yo lo era?

Y es por ahí por donde inicia el drama sobre el desconocimiento de nuestra herencia cultural; cuando racializamos a todas las personas y nos ubicamos de un lado y señalamos al otro como diferente. Lo más inquietante es que, al igual como hacemos cuando queremos definir a las personas por sus genitales, tendemos a establecer categorías dicotómicas: se es hombre o se es mujer y solo hay blancos y negros. Y llenamos esos extremos con todo lo que consideramos es un hombre y una mujer y lo que es una persona negra y una persona blanca (casualmente el libro de Anacristina Rossi también se trae abajo las concepciones de lo que es ser mujer y lo que es ser hombre). La idea es alejar el otro extremo lo más posible de lo que me dicen que soy yo, para que lo vea como algo totalmente ajeno, como el otro, sin posibilidad de conciliación, sin posibilidad de que algo de ese otro viva en mí.

Lo cierto es que somos más que nuestros genitales y más que el color de nuestra piel (el cual tiende a variar); lo que realmente nos conforma como individuos es esa herencia cultural que nos enriquece, esa experiencia de vida en la que cotidianamente nos cruzamos con otras personas que traen a su vez su propia herencia (algunas veces coincidente con la nuestra y enriquecida por su propia experiencia de vida).

Al final, la herencia no es algo fijo, todos los días se va enriqueciendo con el aporte que todos les damos a las nuevas generaciones. Negar un pasado o apropiarse de solo una parte de ese pasado, es negar lo que cada uno de nosotros es.

En el libro de Anacristina Rossi, Limón se convierte en un micromundo de lo que es Costa Rica. Ese pequeño pedazo de tierra en donde conviven los afrodescendientes con los indígenas (que estaban aquí antes de la llegada de los españoles), donde británicos, estadounidenses y alemanes (entre otros), conviven con ticos provenientes de la capital y de más allá (pues nos topamos también con guanacastecos y nicaragüenses).

Eso mismo es Costa Rica desde inicios del siglo veinte (que es cuando inicia Limón Blues) y eso es hoy, cuando nos movilizamos por cualquier lugar del país y escuchamos a las personas hablar en español, en inglés, en francés y en otras muchas lenguas que no podemos distinguir.

El mundo es muy pequeño y Costa Rica es un puntito en ese mundo que se ve enriquecido por el contacto (real y virtual) con otros países, otras regiones y otras culturas.

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