Quizás sea una de las razones por la que me gustan los museos, por ese silencio forzado, maravilloso e imprescindible para reflexionar y apreciar lo que se muestra en las salas de exhibición. Un espacio para no decir nada, elemento importantísimo en el proceso de aprendizaje. Sin duda, el silencio nos ayuda a organizar los pensamientos.
El profesor Leoncio Taipe, en La semiótica del silencio, nos habla del silencio como una habilidad comunicativa para mejorar las relaciones con los demás, dice que el silencio es un recurso psicopedagógico en el arte de razonar y en el arte de la elocuencia. “En medio de tanto bullicio y de tanta información audiovisual que lapida diariamente, es conveniente conocer algunas bondades del silencio y del saber escuchar”. Si nos dejáramos cautivar por el silencio seguramente podríamos llegar a valorar más los recursos que nos rodean, empezando por la naturaleza misma.
Hoy, a juzgar por la abundancia de plataformas virtuales, redes sociales, microbloggings e hypertexting resulta casi imposible elegir el silencio. Lamentablemente, la índole de la cultura digital responde a una comunicación hipermediática y fugaz, sin caer en cuenta que nuestro tiempo pasa en un proceso de intercambio limitado de información no verbal resumido en un like o emoji. Penetrando demasiado hondo en la manera como percibimos la realidad. La cultura de los microsegundos acoge a toda una generación de jóvenes o nuevas tribus como los screenagers o floggers, así como a una población aún más joven de nativos digitales, quienes no imaginan sus vidas desprovistas de pantallas. Es una población vulnerable de usuarios que dedica la gran mayoría de su tiempo a navegar las redes y, en la mayoría de casos, desconocen la configuración de privacidad establecida por las gigantes plataformas “inteligentes”.
En el contexto cultural actual nos cruzamos con perfiles ajenos, la comunicación es excesiva y el efecto casi narcotizante de los nuevos líderes de opinión o influencers en sus seguidores es, sin duda, materia de estudio. Quienes ignoran, en gran medida, el trabajo en colectividad, en comunidad y en familia que nos ha traído hasta acá como humanidad. Farhad Manjoo en el artículo publicado en The New York Times nos dice que para bien o para mal, la cooperación y coordinación entre grupos humanos es lo que nos ha hecho avanzar. “Internet no provocó el incendio, pero es innegable que ha fomentado una política global amargada y fragmentada: una atmósfera de desconfianza generalizada, instituciones corroídas y un repliegue colectivo en el reconfortante seno del sesgo de confirmación. Todo ello ha socavado nuestro mayor truco: hacer cosas buenas juntos”.
El Dr. Carles Feixa, antropólogo social de la Universidad de Barcelona, en el artículo Unidos por el flog: ¿ciberculturas juveniles? analiza a una generación que cae consumida ante el “efecto espejo” de la cámara digital. Jóvenes que retratan escenas de la vida cotidiana y las colocan, de manera constante, en redes digitales con gran habilidad. “Los teóricos de la sociedad informacional han propuesto la metáfora de la red para expresar la hegemonía de los flujos en la sociedad emergente, identificando a la juventud como uno de los sectores que con mayor peso se acerca a la malla de relaciones pseudoreales en que se está convirtiendo la estructura social.” Lo que nos llevaría a otros temas más profundos, que no voy a abordar acá, como las ansiedades posmodernas.
En esta misma línea de pensamiento, leí que hay tal cosa como demasiada información. El escritor Esteban Illades nos cuenta en su libro Fake News sobre la información errónea en que navegamos el mundo, la promoción de contenido falso, su notable efecto en la política y cómo ha entrado a un campo con posibles efectos catastróficos: la ciencia. En resumen, considero que necesitamos el silencio más que nunca. Cuando callamos también pasan cosas. La creación en todos los campos de las ciencias y las artes, así como la espiritualidad, solo se logran en el silencio. El conocimiento no puede depender única y exclusivamente de la memoria artificial. Ciertamente celebro el alcance que hemos conseguido en materia de tecnología, como en ningún otro momento en la historia de la humanidad, pero no elogio el tono digital de fomentar culturas líquidas como fuentes de aprendizaje. En pleno siglo XXI urge una cultura del silencio y acoger las conductas silentes. De poco sirve tanto ruido sino respondemos al mundo con generosidad y no aportamos con huellas de pensamiento propio para el bien común.
Este artículo representa el criterio de quien lo firma. Los artículos de opinión publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de este medio.