Mi abuela una vez me dijo que los árboles son los que mejor escuchan; pueden ser consejeros también, si se sabe poner atención.

He hecho uso de este consejo muchas veces, más que todo de pequeña. Ya adulta, lo volví a retomar durante la pandemia, especialmente al principio, cuando ni los expertos en programas de televisión sabían la magnitud de lo que se nos vendría durante estos años.

En mis numerosas caminatas por el parque al frente de mi apartamento, encontraba yo un lugar solitario para sentarme al lado de un árbol y escuchar al río que pasaba por allí. Buscaba desesperadamente ese retorno a la naturaleza, al sonido del campo entre los mozotes, las hormigas, los pájaros y las chicharras, mientras vivía a más de 13.000 km de mi país, dentro de uno de los bosques más complejos y densos jamás construidos por la humanidad, en el costado este en la isla del Japón: Tokio.

Por ahí sabía, dentro de esos parches verdes dispersos por la jungla de concreto y vidrio, que tenía que buscar la manera de establecer un lazo de comunicación con estos seres antiguos, para calmar la ansiedad que se incrementaba cada día por la incertidumbre que todos vivimos en esas épocas, y que vivimos aún.

Con un poco más de tiempo libre, cuando las caminatas se tornaban en un tumbado al lado de un árbol con libros para pasar las tardes, un pensamiento se tornó recurrente: un árbol podrá ser un buen oyente, pero un bosque nos puede salvar la vida.

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De aquí a 2050, necesitamos reducir 51 gigatoneladas (mil millones de toneladas) de gases de efecto invernadero anuales. Algunas personas han tratado de ayudarnos a visualizar lo que esta cifra significa:

  1. NASA: cada gigatonelada es equivalente a 2,2 billones de libras, lo cual equivale a 10,000 portaaviones estadounidenses, multiplicado 51 veces.
  2. Washington Post: un elefante africano macho puede llegar a pesar 6,8 toneladas métricas; una gigatonelada es equivalente a más de cien millones de elefantes africanos, multiplicado 51 veces.
  3. Washington Post: una ballena azul puede llegar a pesar 146 toneladas métricas; una gigatonelada es más de 6 millones de ballenas azules, multiplicado 51 veces.

Si alguien tiene maneras más simples de visualizar esta cifra, bienvenido sea.

Hay varias maneras de llegar a este objetivo, todas nulas si no hay voluntad real de parte de todos nosotros. Otros opinan que, además de un deseo de llegar a desintoxicar el planeta, se necesita un avance tecnológico nunca antes visto, que resolverá el resto de los problemas a los cuales no logramos sacarle soluciones, que abrirá callejones sin salida que los científicos y responsables de políticas no han podido resolver.

Sin embargo, mi abuela tenía la clave del éxito: si un árbol es un buen consejero, un bosque puede salvarnos la vida.

Esas personas necesitan sueños de avances tecnológicos. Alguna forma nueva de transformar la punta del álamo en papel sin consumir tantos hidrocarburos. Algún cultivo industrial modificado genéticamente que construya mejores casas y saque al mundo pobre de la miseria. La reparación del hogar que quiere es una demolición un poco costosa. Ella podría hablarles de una máquina muy simple que no necesita combustible y que, con muy poco mantenimiento, capta el carbono de forma continuada, enriquece el suelo, refresca la tierra, limpia el aire y se adapta casi a cualquier espacio. Una tecnología que se copia a si misma e incluso proporciona comida gratis. Un aparto tan bello que es motivo de poemas. Si los bosques fueran patentables, Patricia recibiría una ovación” (El clamor de los bosques, Richard Powers).

Nuestros antepasados han sabido escuchar la sabiduría que imparten los árboles. Al proteger nuestros bosques primarios, hemos preservado árboles madre, y con éstos, sabiduría acumulada por más de cientos (y miles) de años, clave para la resiliencia de los árboles nacientes, en especial en el contexto de un clima rápidamente cambiante.

Desde nuestros orígenes, cientos de miles de años atrás, hemos apreciado y admirado el interminable conocimiento de estos seres; los árboles son protagonistas de muchas de nuestras imágenes y relatos a través de nuestra trayectoria cultural. Han sido siempre retratados como fuentes de sabiduría, presentes como tal en pasajes bíblicos, y han terminado siendo donde imprimimos nuestros pensamientos para compartir con otros miembros de nuestra especie.

Los árboles eran seres a los que respetábamos y escuchábamos. Después, pasaron a ser nuestro refugio, de los cuales construíamos nuestras estructuras para sobrevivir y luego casas para descansar. En algún momento durante esa transición de un bien sagrado a un bien económico, se nos olvidó seguir escuchando lo que nos decían.

La protección y expansión de nuestros bosques a nivel mundial sería una de las soluciones para contrarrestar los efectos del cambio climático. El reporte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), publicado el lunes 9 pasado, nos hizo saber que no nos queda mucho tiempo: en escenarios con un aumento de las emisiones de carbono, se prevé que los sumideros de carbono terrestres (nuestros queridos bosques) serán menos eficaces para frenar la acumulación de CO2 en la atmósfera. La combinación de reducciones de emisiones fuertes, rápidas y sostenidas con la protección de estos ecosistemas, limitarían el efecto de calentamiento y la contaminación.

Los árboles vieron nuestro amanecer, vieron nuestro crecimiento, y seguirán ahí para ver nuestro crepúsculo si no volvemos a escuchar. Tienen mil cosas que contarnos; sino, pregúntenle a mi abuela.

“Aprender lo que los bosques han entendido podría ser el proyecto eterno de la humanidad”

(El clamor de los bosques, Richard Powers).

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