La revelación de recientes casos de corrupción en el país —sumados a otros que están pendientes de ser resueltos y aun otros un poco más remotos— han generado una gran indisposición social y un malestar que ha desbordado la tinta en los periódicos, los programas radiales, las redes sociales y el descontento general de la sociedad.

¿Realmente se justifica esta ebullición?

Puede sorprender esta pregunta.  Aclaro: es totalmente legítimo sentirnos agraviados como país. Pero ¿de qué modo se justifica la irritación despertada?

La palabra ‘corrupción’ tiene que ver con la degeneración biológica de los cuerpos, es el proceso que acaba con la vida de estos. Las instituciones permeadas por la corrupción se van degenerando de modo parecido. Los individuos y grupos también van perdiendo su sentido vital. La corrupción en el Estado tiene la capacidad de distorsionar y de aniquilar la confianza hacia las instituciones, las políticas y funcionamiento del Estado, desgasta la relación con la ciudadanía y da lugar a pérdida de legitimidad política de todos sus actores. Es una forma de muerte.

El enojo social en Costa Rica no es nuevo y tiene muchas y variadas manifestaciones, desde las más constructivas hasta las destructivas, pasando por las carentes de toda utilidad y las distintas variedades de auto destructividad. Los motivos muchas veces son fundados pero otras veces son confusos, producto de la manipulación o de la inercia, del impulso catártico o simplemente de la reactividad y mala gestión emocional. Con no poca frecuencia este enojo, reactivado ahora, es más o menos expresión de una corriente de odios -discursos que abundan en las redes y sus voceros políticos provienen de muy variadas corrientes ideológicas-. Este fenómeno en redes excede nuestras fronteras y podría tener alcances que muy pocos sospechan.

En la búsqueda de respuestas rápidas y a la larga mágicas, algunos verán la solución en la privatización y el anti-estatismo perdiendo de vista que este problema podría estar enquistado en la psique colectiva desde hace bastantes décadas. Otros no podrán concebir este tipo de fenómenos con independencia de un modelo económico y desde luego está inserto en él aunque este no lo explica por completo. Otros gritarán consignas igualmente engañosas al estilo “revolución, cristianismo y solidaridad” convocando para ello a lo que llaman “democracia de la calle” con el único fin de dar espectáculo y mantenerse en la vitrina de los medios.  Otros dejarán la solución en manos de un Ser Superior y otros no demorarán en atribuir a sus iglesias y fanatismos el único lugar desde el cual las cosas se corregirán, ofreciendo a algún ungido para tal efecto. Y no perdiendo de vista los aires electorales ya la gente visualiza figuras políticas que representan estas distintas salidas fáciles, en una dinámica de caudillismo y victimismo, con lo que descargarán en ellos sus esperanzas y responsabilidades.

La corrupción política-administrativa-empresarial que está ocupando la opinión pública en este momento tiene mayor capacidad de despertar el escándalo porque participan en ella figuras públicas, autoridades y funcionarios estimulados por agentes privados con capacidad corruptora. Se incurre en este tipo de corrupción cuando se hace un uso malintencionado de los recursos estatales tales como: documentos, información, fondos, infraestructura, recursos humanos, a través de influencias y favorecimientos personales-familiares, ocultamiento-impunidad, etc. Aquí participan en condición de acceso y poder técnico, político y administrativo actores que, haciendo una anteposición de intereses personales, abusan de ese poder y facilitan u obtienen ventajas ilegítimas.  En consecuencia, ocasiona daños de distintas magnitudes al erario y al funcionamiento institucional, lesiona derechos sociales, así como a la propia credibilidad en el Sistema.

Todos(as) nos hemos sumado de una u otra forma al morbo que ha acompañado a las múltiples publicaciones referentes al tema. ¿Por qué lo hacemos? ¿Estamos conscientes de cuál es nuestro propósito cuando compartimos memes o noticias? ¿Es tan solo para expresar nuestro descontento? ¿Es para hacer causa común con el descontento colectivo?  ¿Es para contagiar e incrementar la rabia e identificarnos con ello? ¿Acaso para sumar miembros a la masa de quienes sueñan con una revancha indiscriminada y que gustosos se ofrecerían como “linchadores” ad honorem?  Porque pareciera que la paciencia está agotada y hasta hay una fantasía malsana de proceder inquisitorialmente, olvidando, a conveniencia, que en una democracia los castigos —con excepción de los administrativos— solo corresponde dictarlos al Poder Judicial por muy desprestigiado que este se encuentre. Por cierto, este Poder de la República tiene en estos momentos la oportunidad de oro de reivindicar su genuina encomienda institucional que la ciudadanía percibe tan venida a menos.

Por otra parte, ¿existen otras formas de corrupción que estamos perdiendo de vista y para las que podríamos tener mayor posibilidad de incidir correctivamente? La respuesta es sí. Se trata de un tipo de corrupción más cercana, normalizada, aceptada y en algún modo menos consciente. La constituyen esas prácticas cotidianas no prosociales, egoístas y hasta auto justificadas que se han afincado en nuestra relación con el país, con el Gobierno, con los otros al punto de haber construido casi una “anti-cultura” (bastante generalizada en Latinoamérica, lamentablemente) y que al no aplicarles la debida reflexión crítica obstaculizan nuestro desarrollo humano y como país.[1] El reconocimiento de estas prácticas personales y sociales nos permitiría tener una injerencia inmediata desde lo que muchos llamamos “nuestro metro cuadrado”.

Entre esas prácticas cotidianas —pero nocivas— podemos mencionar el rechazo a la disciplina, la desconsideración de los derechos de los demás, el saltarse reglas (la fila en el banco, la cita en la CCSS…), las “mordidas” a la policía del tránsito, el poner a circular un rumor o un meme de mal gusto con la finalidad de causar daño, el vender una casa sin comunicar las fallas en tubería o el uso de materiales de mala calidad, el saltarse el alto, conducir a escape libre o con la música puesta a todo volumen en una madrugada, poner llantas prestadas para pasar RITEVE, abandonar mascotas, el plagiar un trabajo para ganar un curso, pagar por una incapacidad falsa o el confeccionarla, decir  que se está una huelga pero irse a pasear, la búsqueda de tratos preferenciales en instituciones públicas, el extraer pequeños bienes institucionales o de la empresa, pagar  la confección de  una tesis de graduación o el venderla, vender al CNP los productos como si fueran de primera calidad pero colocar los mejores a la vista mientras los otros son de segunda y tercera, cobrar más caro lo que se vende al Estado, admirar a los que se enriquecen pronto de manera ilícita, considerarlos más ”vivos” y modelos a seguir, evadir impuestos, no exigir facturas, no denunciar al que no da factura, fumar en espacios públicos, lanzar colillas por doquier, extraer especies de los parques nacionales y reservas, comprar cosas de contrabando, desgastar a una mascota con el máximo de crías para negocio y luego abandonarla, lanzar basura y aparatos en desuso en terrenos baldíos, rayar los autobuses y despedazar los asientos, apropiarse en un parqueo de  los espacios reservados para población con discapacidad o adulta mayor, destruir los árboles recién sembrados para embellecimiento de una ciudad, pagar por biombos en hospitales públicos y aceptar o hasta ofrecer tales “biombos” atropellando así los derechos de otros asegurados y una lista interminable de comportamientos que es urgente identificar y admitir por la salud social del país.

Un contexto social así aporta los nutrientes óptimos para los actos de corrupción político-administrativos que luego sí nos escandalizarán.

Por el contrario, cuando un trabajador(a) estatal o no, es una persona esforzada, creativa y ética a toda prueba, que pone la barra de desempeño más alta resulta amenazante a la mediocridad generalizada y puede ser considerada por el grupo como “sapaza”, “tonta”, a quien “nadie le va a agradecer nada”, a quien hay que relegar y excluir.

La persona afanosa,  genuina, honesta, que sabe esperar, que se siente mal si atropella los derechos de otros(as) y busca reparar sus errores en vez de negarlos con descaro, la correcta, la empática, la justa, que no vive para exigir insaciablemente, que se ocupa de SER en vez de aparentar ser, que sabe que además de derechos tiene obligaciones, que se siente orgullosa de ser recta en vez de ser tramposa… esa persona noble, que debería ser modelo para todos(as) y en especial para las nuevas generaciones es una especie en vías de extinción aquí en Costa Rica y quizá en toda Latinoamérica.

Si un ciudadano(a) encuentra una billetera o un celular y lo devuelve puede ser objeto de burlas por “tonto” o ser aplaudido como alguien excepcional cuya honradez sorprende: se ha producido pues, una normalización de la deshonestidad.

En algunas de las conversaciones filtradas en el caso “cochinilla” vemos elementos de autojustificación como: “son bendiciones de Dios”, “es que para mí es un hijo y yo para él como una madre” lo que es muestra de unos valores muy empobrecidos. Unos valores así de permeables no consiguen frenar las conductas ilegales y menos si se fusionan elementos afectivos, familiares y religiosos a la manera usual de las mafias.

En el imaginario social el Estado parece estar siendo percibido como un botín de todos, al que se puede acceder sin remordimientos, como un enemigo o un padre ausente al que se odia y es digno de ser asaltado y socavado o bien disminuido a la mínima expresión porque el interés privado y no el público es el prioritario.

El juicio que hacemos de los demás habla más de nosotros que de aquellos. Habla de nuestros valores y antivalores. Habla de nuestras tolerancias e intolerancias, de nuestra congruencia y de nuestra incongruencia. Habla de nuestras frustraciones, de nuestras contenciones y también de nuestras limitaciones, así como de las mentiras que nos decimos. Habla de nuestras proyecciones y como dice el dicho: “el que las hace las imagina” o el refrán: “piensa el ladrón que todos son de su condición”. Habla además de lo que pretendemos aparentar.

¿Cuánto nos desnuda el caso Cochinilla? ¿Podría ser una buena oportunidad de hacer una autoevaluación como país y no solo un juicio de los investigados y no investigados en ese caso?

Aparentemente sancionamos la corrupción e invocamos la hoguera para políticos y funcionarios públicos, pero la disocialidad de nuestras interacciones y otros intercambios culturales son descaradamente inconsecuentes al punto de casi una esquizofrenia social, una desfachatez moral carente por completo de auto- crítica, de auto- control y que entre otras cosas nos retrata como un pueblo que paulatinamente ha perdido las sólidas bases sobre las que se fundó nuestra nacionalidad. ¿Cómo ha sido el proceso donde la educación dejó de ser una adquisición de herramientas para el bienestar común y la convivencia pacífica? ¿Fuimos alguna vez educados para la empatía y para el cumplimiento de normas o para evadirlas?

Para no caer en el facilismo del enojo y la sobre- reacción sugiero considerar estos tres puntos:

  1. Retomar las valoraciones sociales acerca de lo que conviene o no a una colectividad.
  2. Ejercitar la autocrítica versus el predominio de la crítica hacia el afuera.
  3. Promover —desde la temprana infancia y la escuela— la gestión de las emociones y la generación de prosocialidad como herramientas para el bienestar social.

Respecto al punto 1 y 2 sugiero plantearse cuestiones como: ¿Moviliza a nuestro enojo en la coyuntura mediática actual un ánimo edificante, el deseo de bienestar colectivo, la reconstrucción de un país mejor para nuestros descendientes o lo es la envidia, la frustración, la disocialidad que se ha apropiado de nuestro ser y hasta un pretexto para externalizar odios y frustraciones?

¿Cuánto hemos naturalizado la ilegalidad y la antisocialidad, el uso de paraísos fiscales, la penetración del narco a todo nivel, desde el policía penitenciario que introduce droga en un penal o el investigador que filtra información a unos capos de la mafia hasta el ejercer presión en instituciones a favor de una banda criminal? ¿Es acaso casualidad que los narcos se paseen con holgura por la Asamblea Legislativa? ¿Es casual que alguien que evadió la acción de la Justicia huyendo hacia otro continente retorne hasta que la causa está prescrita y sin embargo tenga respaldo de muchos sectores para su aspiración presidencial? ¿Es casualidad que casi todos los partidos hayan reportado alguna vez mal sus gastos al TSE con fines de estafa? ¿Es casual que bolsas de dólares ingresen a un partido y que este sea respaldado por religiosos de distintas iglesias y de muchos otros políticos oportunistas? ¿Es casual que, prácticamente sin excepción, los distintos grupos de presión y los partidos estén plagados de contradicciones con muchos de los ideales que dicen defender?

Este es el país que estamos haciendo entre todos(as) y que, sin embargo, no podemos asumir con plena responsabilidad, aprovechando oportunistamente los eventos externos para proyectarnos en ellos con rabia.

La reactividad y el inmediatismo de los ticos y ticas en función del escándalo del momento es muy conveniente para distintos grupos de interés que justamente sacan rédito de ese déficit de memoria y de esa falta de coherencia ética de nuestra penosa “anti-cultura”.

Respecto al punto 3 propongo el diseño de una cultura de la legalidad, tanto en la currícula oficial educativa como en la acción de la sociedad civil. La cultura de la legalidad se refiere a la promoción e introyección de las normas con perspectiva pro-social, no como aprendizaje de la ley como algo externo e impuesto sino un aprendizaje de la autorregulación individual y social con miras a la armonía entre Ley y bienestar colectivo. Sería una de las principales consecuencias de la adecuada gestión de las emociones y desarrollo de la empatía.

Cuando el desencanto social es válido y legítimo busca remediar la sociedad enferma.  Cuando en cambio, ese grupo o nación perdió su razón de existir para el bienestar común quiere ser inquisición que envía a los otros a la hoguera. En esa inversión de valores, las personas, grupos, organizaciones, etc. son incapaces de una autoevaluación eficaz que sirva para hacer los correctivos pertinentes, desde sus respectivos “metros cuadrados” y evolucionar en correspondencia. En su lugar no paramos de señalar, acusar y condenar a otros tan duramente como nunca lo haríamos con nosotros mismos(as). Una sociedad así no se enfila hacia nada bueno y es autodestructiva. Es muerte, es Tánatos.

En la misma medida de su propia degeneración (corrupción) como pueblo este escogerá a quienes serán sus líderes y representantes.

Y precisamente en el contexto político actual hay figuras públicas y grupos de presión que no tienen capacidad para hacer una autoevaluación crítica propia ni de la sociedad que quieren representar y menos pueden visualizar el bien común, la conveniencia social. Son solamente oportunistas y populistas que disfrutan de la efervescencia para su “proyecto” solapadamente destructor y muy posiblemente autoritario.

¿Estaremos en capacidad de detectarlos o ya es muy tarde?

[1] Bien le haría a Costa Rica hacer no uno sino muchas exploraciones y profundizaciones del tema desde las ópticas sociológica, antropológica, psicológica, legal, educativa, histórica, literaria y lingüística al menos.

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