Con los primeros casos de COVID-19, esta enfermedad parecía ser algo lejano a Costa Rica, y cuando el 6 de marzo del 2020 se confirmó el primer caso en el país, muchas personas creían que todo sería cuestión de meses, y que pronto se retomarían las actividades habituales, reuniones con amigos, celebraciones familiares, se volvería al trabajo presencial y la economía se estabilizaría.

Lo cierto es, que esta enfermedad llegó para afectar y modificar la dinámica de las familias, de los distintos grupos sociales y de los entornos laborales, la manera en que se comparte con otras personas cambió, muchas personas perdieron empleos, muchos enfermaron y otra parte perdió a seres queridos. Por tanto, si hilamos un poco más fino, se evidencia un impacto en las fibras más íntimas del bienestar mental.

A nivel mundial, una de cada cinco personas que tuvo COVID-19 se ha enfrentado por primera vez un diagnóstico de ansiedad, depresión o insomnio. Asimismo los pensamientos suicidas han aumentado entre un 8% y un 10%, especialmente en personas adultas jóvenes y ha empeorado la salud mental de las personas que viven situaciones socioeconómicas más desfavorables.

Por lo tanto, la afectación de la salud mental no se puede medicalizar, ni abordarse únicamente mediante la atención biomédica, y como menciona González, H y Pérez, M (2014), no se niega la existencia de trastornos mentales o la afectación a las personas, sino que usualmente prima la cultura clínica y sus tratamientos tanto farmacológicos como psicológicos.

En este sentido, se requiere de una atención integral, que abarque las necesidades sociales, económicas, biológicas, ambientales y políticas vinculadas con la salud mental. Es decir, se deben considerar los determinantes sociales de la salud, es decir todas aquellas “circunstancias en que las personas nacen crecen, trabajan, viven y envejecen, incluido el conjunto más amplio de fuerzas y sistemas que influyen sobre las condiciones de la vida cotidiana”.

Según Cénat, J et al (2021), aspectos como la ansiedad, estrés asociado al riesgo de ser infectados, la muerte de seres queridos, infección de seres queridos, las medidas de contención y aislamiento, la soledad, fatiga física y emocional, la pérdida del empleo, la inseguridad financiera, la pobreza, el consumo excesivo de información y la vulnerabilidad de ciertos grupos desfavorecidos, constituyen factores de riesgo que pueden contribuir a problemas de salud mental como ansiedad, depresión, insomnio, somatización, fobia social, trastorno de estrés postraumático, trastorno obsesivo-compulsivo e incluso, autolesiones e ideas y comportamientos suicidas.

Con el fin de poner en manifiesto de forma más cercana esta afectación, se indagó con distintas personas sobre sus experiencias en la vivencia de la pandemia y cómo esto ha influido en su bienestar.

En primer lugar se mencionó lo siguiente:

Me ha afectado, salí positivo por nexo, y debía estarme cuidando mucho dentro de mi propia casa y compartir el baño con mi familia, por ser una casa pequeña y con tantas personas, no hay espacio ni condiciones. Llegué a un estado de miedo y ansiedad al último nivel, pase muchas noches sin dormir y eso me hacía sentir débil, y ya puedo salir pero me da pánico”. (Hombre de 43 años, quien enfermó de COVID-19).

Asimismo se mencionó que:

Yo no tengo miedo de la enfermedad, por dicha mi familia no se ha enfermado, pero si me he sentido muy sola, uno se siente triste y eso le afecta la mente, no poder ver a mis hijos y nietos, ni poder celebrar fechas como la navidad o el día de la madre, yo vivo sola” (Mujer adulta mayor de 79 años).

Y por último:

He tenido muchos sentimientos de angustia y miedo por el contagio pero el tema laboral se complicó bastante, me quedé sin trabajo por culpa de la pandemia y pase por una montaña rusa de emociones, tristeza, incertidumbre, enojo y hasta frustración” (Mujer de 31 años, desempleada).

Se evidencia mediante estos comentarios la complejidad y multicausalidad en la afectación mental, si los gobiernos y el sistema de salud se enfocan meramente en la atención de la pandemia, entiéndase las personas que enferman y su afectación física, no será suficiente. Es relevante ir más allá y generar estrategias y políticas públicas en las que se refuerce el trabajo interinstitucional, coordinado y en el que prime una visión de la salud desde lo social.

Asimismo, se debe considerar aspectos como la clase social, el poder adquisitivo, la estructuración de las familias, el entorno psicosocial en el cual una persona se desenvuelve, las redes de apoyo, las ayudas humanitarias, el apoyo a población vulnerable o susceptible a enfermar por COVID-19, condición de las viviendas (hacinamiento, asentamientos informales), acceso a alimentos, políticas de empleo, entre otros.

Finalmente, aunque en el país se han generado esfuerzos como por ejemplo líneas telefónicas para solicitar apoyos, centros de llamadas de escuelas de psicología o del Colegio de Profesionales en Psicología, y existen subsidios que le permiten a las personas mayor tranquilidad, es necesario, visualizar y actuar sobre la salud mental de todas las personas en sus contextos (mujeres, adultos mayores, niños, profesionales de la salud, personas en condición de pobreza, etc), factores de riesgo previos a la pandemia, las dinámicas sociales, la accesibilidad y la desigualdad social, generando así acciones de la gestión sanitaria e interinstitucional desde la prevención de la enfermedad y la promoción de la salud.

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