En campaña los candidatos buscan lucirse con sus discursos anti-corrupción, intentando ganar la carrera por los que tienen las manos más limpias. La hipótesis que manejan es que la corrupción se debe a una mala asignación de las personas que están a cargo de las instituciones, y que la solución está en colocar a aquellos que sean más transparentes.

Ese discurso ya está vencido. Los votantes ya no confiamos en que la solución este en colocar a los más transparentes y preparados, jóvenes o adultos, con o sin experiencia, con o sin antecedentes de corrupción. Muchos creemos en que el problema es el sistema, y que aún y colocando al Papa frente a alguna institución, se vería tentado por la corrupción.

Todas las personas persiguen sus intereses individuales y estos representan los incentivos para tomar o no decisiones. Se cree que al asumir un puesto público, mágicamente las personas convierten ese interés individual en colectivo, y emprenden una búsqueda del bien común; esto no es así, los políticos siguen persiguiendo sus propios deseos. A fin de cuentas, los políticos son de carne y hueso también, con la diferencia de que tienen la potestad para tomar decisiones sin que esto implique responsabilidad para asumir las consecuencias de ellas.

No digo que perseguir los sueños e intereses individuales sea algo malo, por el contrario, esto genera un orden espontáneo en el mercado que permite la coordinación de productos y servicios. Lo que está mal es que el sector público no tiene mecanismos para corregir el momento en que los incentivos individuales engendran problemas de corrupción.

Contrario a un sistema de libre mercado, el sector privado sí presenta incentivos para eliminar la corrupción. Cuando en una empresa hay una persona que está robando dinero, o que está beneficiándose de negocios con proveedores, atenta contra los recursos de los inversionistas, por ende, estos crean mecanismos que les permiten descubrir la corrupción. Ahora, si estos empresarios no son suficientemente ágiles para encontrar estos fallos, quiebran en competencia con otras empresas, debido a que los recursos son mal utilizados y los consumidores obtienen un peor producto.

Tampoco digo que las personas que trabajan para el sector privado sean mejores que aquellos que trabajan en el sector público. El esquema de pérdidas y ganancias en el sector privado, incentiva a encontrar la forma de que los recursos sean destinados de manera correcta, brindando un buen producto o servicio, ya que de lo contrario la empresa no va a poder generar riqueza. En el sector público no existe este esquema. Da igual pagar 1000 colones o 2000 por un lapicero, a fin de cuentas consideran los impuestos como una fuente inagotable de recursos, y este sobreprecio se traslada a los ciudadanos.

Esta semana muchos han utilizado el caso de corrupción llamado “Cochinilla”, para enfatizar en que los culpables son los empresarios, restando culpa a los políticos. Incluso el presidente mencionaba que “donde hay un corrupto también hay un corruptor” bajo la idea de que si no existen empresarios que ofrezcan sobornos, no hay políticos corruptos.

Sobre esto, existe una teoría desarrollada por la Escuela Austriaca de Economía, que se basa en que toda intervención del estado en la economía genera corrupción. Esto se debe a que, los individuos entienden que se puede generar mayor riqueza creando una relación estrecha con los políticos, en lugar de atender estrictamente las necesidades y deseos de los consumidores.

Prefieren esforzarse en encontrar la forma de sobornar y así evitan el sacrificio que implica competir en el mercado, dedicando parte de su tiempo en crear estrategias sobre cómo influir en los órganos decisores de la administración pública.

Encuentran en un sistema mercantilista (lejos de ser libre) la oportunidad para hacer crecer su fortuna, sin necesidad de agregar valor a sus productos frente a sus clientes.

Sobre como la intervención pervierte el mercado y genera corrupción, menciona Klitgaard:

Ya sea que la actividad sea pública, privada o sin fines de lucro, ya sea que uno esté en Nueva York o en Nairobi, tenderemos a encontrar corrupción cuando alguien tiene un poder monopolístico sobre un bien o un servicio y tiene el poder discrecional de decidir si alguien lo recibirá o no y en qué cantidad y no está obligado a rendir cuentas. La corrupción no es un crimen pasional, sino de cálculo. En verdad, hay santos que resisten todas las tentaciones, y funcionarios honrados que resisten esta tentativa, pero cuando el tamaño del soborno es considerable y el castigo pequeño, muchos funcionarios sucumben” (Valin, J. El Problema es el Gobierno, pág. 90).

Esta teoría concluye que ahí donde hay regulación, hay corrupción. La lógica de la intervención en la economía es que el mercado presenta fallas que el Estado, a través de un órgano central planificador debe resolver, pero hoy debemos entender que es a la inversa: la política presenta fallas que solo el mercado puede resolver. Un Estado grande en el cual existan muchas personas involucradas en decisiones económicas, promueve la corrupción. Por el contrario, lo que requerimos es que se devuelvan funciones que siempre pertenecieron al pueblo y al sector privado, y que así cada individuo pueda asumir los costos de tomar malas decisiones.

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