La campaña electoral es una actividad política, no es un evento. Una actividad se planea, tiene reglas o códigos que la conducen, que la delimitan en sus alcances y objetivos; mientras que un evento es un hecho fortuito, de la actividad humana o de la naturaleza.
De modo que una campaña electoral tiene reglas establecidas por la ley (en el caso costarricense las contenidas, principalmente, en la Constitución Política y el código electoral) pero más allá de lo administrativo y lo jurídico —que no es mi intención comentar— hay un componente político que nos define esta actividad como una programación coherente de la comunicación en un periodo de tiempo establecido por el cronograma electoral.
De esta forma la campaña electoral es lo más parecida a una puesta en escena, no por la ficción —aunque podemos hablar de eso— sino por los canales que se emplean para transmitir los mensajes. De ese modo se puedo usar las analogías de una producción de teatro o de televisión.
En el caso de la obra si esta no está bien escrita e interpretada de forma satisfactoria para la audiencia, no cumplirá su cometido de llegar a un cierto número de representaciones que cubra los costos de la operación porque no tendrá buena crítica de quienes la vieron, lo que probablemente repercutirá en quienes no la han visto aún. Mientras que, si un programa de TV tampoco está bien producido, es más fácil cambiar de canal y buscar una mejor opción que quedarnos viendo algo que no nos gusta.
En el caso de la campaña electoral tenemos, al menos, dos actos o bloques, que pueden terminar siendo tres: en primer lugar, la nominación de las candidatas y candidatos a la Presidencia y Vicepresidencias de la República; en segundo, la elección del primer domingo del febrero del 2022 y, si ninguna opción alcanza más del 40% de los votos válidos emitidos ese día, tendremos un tercer acto o bloque el primer domingo de abril del 2022, en dónde ganará por mayoría simple la candidata o candidato más votado.
La información que hoy en día se deriva de la inteligencia electoral disponible que se compone de los resultados electorales anteriores (al menos desde 1998 en que inicia el patrón de conducta del polo electoral más importante del país hasta el 2018), la composición sociodemográfica de nuestro territorio y los temas —yo no diría de interés, o no les daría importancia a esos— sino a los de afinidad; permiten escoger, desde el inicio del proceso si un proyecto político se plantea la victoria para ocupar el Poder Ejecutivo o alguna cuota legislativa para el ejercicio de una posición de control.
En cualquiera de los dos casos hay legitimidad en las aspiraciones, pues no todas las agrupaciones políticas tienen vocación de gobierno por lo limitado o específico de sus intereses. Por ejemplo, no es lo mismo un partido de amplio espectro ideológico, con una agenda programática universal y con bases territoriales en todo el país, que movimientos políticos que obedecen a luchas coyunturales lo suficientemente importantes para aglutinar a un grupo de personas que quieren dar la lucha necesaria para la promulgación o modificación de leyes que consideren necesarios para la reivindicación de sus derechos.
En cualquiera de los dos casos, es vital una cosa para alcanzar los objetivos: la coherencia.
Quien observe las etapas del proceso como actividades independientes y tenga una estrategia de comunicación para las primarias o designaciones de los partidos, otra para las elecciones generales y otra para la segunda ronda; es más probable que no tenga el éxito que aquel que mantuvo una narrativa coherente a lo largo del proceso.
Esto es así porque la audiencia, que en este caso es el electorado, es un observador lineal del proceso electoral (mientras que los medios funcionan como una especie de conciencia que en caso de olvido les hace recordar) y no perdona, la audiencia, que pongan en entre dicho la coherencia de los símbolos por los que adhiere un proyecto y sí pasa, que se ve defraudado por alguna inconsistencia, le es más fácil cambiar de opción y recomendar a otros a que también cambien, que modelar sus convicciones al nuevo discurso del candidato. Por ello, entre otras cosas, la volatilidad de los electores y la complicación, cada vez mayor, de los partidos políticos para fidelizar simpatizantes.
Así, los partidos y los candidatos deben comenzar por una cosa elemental: decidir qué quieren hacer y para qué quieren el poder. Ese sería el primer paso hacia la coherencia; luego ver a qué grupo de votantes representa mejor su proyecto: si a conservadores, a liberales, a progresistas, a estatistas, etc. Ese sería un segundo paso hacia la coherencia y, en tercer lugar, por favor, que su oferta programática (programa de gobierno) coincida con su discurso electoral.
Esas tres cosas le garantizan al elector, que es el protagonista de este proceso (no los candidatos) un mejor entendimiento de los argumentos, captará mejor la atención de quienes buscaremos dentro de las opciones la que más seguridad nos genere y su incumplimiento también nos permitirá descartar a quienes no cumplan con esa regla de 3.
La clave para la victoria no está en quién se vende mejor, sino no en quién nos entiende mejor. A quienes tenemos el poder de elegir el próximo febrero.
Primera llamada.
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