Tic, tac, tic, tac. Así hace el reloj. Falta muy poco para que el tiempo de este año deje de existir y nazca uno nuevo. Por mientras, muchas personas alrededor del mundo desean que este año termine, como si con el 2021 viniera la salvación; el fin de la hecatombe. Todos están exhaustos por el trajín desenfrenado de desgracia que trae la plaga, pero muchos ponen sus esperanzas donde no deben estar. En este insigne doble veinte, los verdaderos héroes son de carne y hueso, son hombres y mujeres, son personas… que llevan bata y no capa.
Allí están, día tras día, los médicos y las enfermeras, en una intensa y ferviente batalla contra enemigos invisibles pero letales. Y, sin embargo, allí, en el horizonte, se encuentran nuestros soldados, resistiendo a los embates de un hostil adversario. Es una guerra de la vida contra la muerte. Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), solo en Costa Rica, un país sin ejército, hay más de 21.000 soldados (10.000 profesionales en medicina y 11.000 profesionales en enfermería), todos dispuestos a luchar por personas a quienes ni siquiera han visto una vez en su vida. No alcanzan los dedos de las manos, para contar los que ya han sido irremediablemente derrotados en esta cruenta disputa. Sin embargo, ¿conocemos la lucha interna que cada militante nuestro, los del bando de la vida, tiene para poder seguir en la batalla? La respuesta a esta pregunta es amplia como el mar; es dura y apasionante; es sincera y fulminante. Es la historia viva de quienes luchan para que nosotros podamos contar nuestros propios relatos.
Para la doctora María José Alfaro, neumóloga del Hospital México, este año ha sido un viaje marcado por la incertidumbre y el dolor. Un viaje distinto a todo aquello convencional, distinto a lo que los humanos, dentro de la inmensa soberbia que nos consume, estábamos acostumbrados. “Todo cambió de la noche a la mañana”, sostiene la doctora Alfaro, entre palabras de reminiscencia. Según Alfaro, al principio de la pandemia, nadie podía saber lo que iba a pasar. Comenzó a existir un miedo súbito entre los funcionarios y, de pronto, dejaron de ser aquellos días en los que compartían el pan y charlaban al son de la vida. En cuanto esto sucedió, la soledad, ese compañero indeseable, mas a veces necesario, se hizo presente y desde entonces, no se ha ido. Ronda por los pasillos del hospital, por las estancias, por los senderos de la lucha. Parece que no se quiere ir todavía, él se siente a gusto teniendo compañía. No solo acompaña a los médicos, también a los pacientes; los arrulla en sus brazos y los lleva a su destino: la salvación terrenal o la trascendencia eterna.
Casi al mismo tiempo, otro compañero reclamó su turno sobre el escenario. Uno más que indeseable y por suerte, menos frecuente que la soledad. Miedo. Así lo llama la doctora Alfaro. Según cuenta, en cuanto comienzan a aparecer los primeros colegas infectados, el miedo es muy profundo. Peor aún es cuando caen definitivamente en la batalla. “Es mentira decir que uno no sentía un miedo profundo desde el fondo de su corazón”, dice Alfaro. A esto lo acompaña la sobrecarga de trabajo, ya que ante las bajas de sus compañeros, las labores recaen sobre los que aún pueden hacerlo. Las jornadas se extendieron, en ocasiones, hasta 36 horas seguidas, esto con una frecuencia de entre ocho y diez veces al mes. Y en estos casos, la cuestión no es si los médicos “quieren o no hacerlo, sino que no hay quien lo haga”, expresa Alfaro. Así, el miedo se combina con la sobrecarga laboral en un brebaje explosivo, lo que aunado a ver la situación de los pacientes y sus familias, que son de todo tipo y de toda edad, resulta en un insolente dolor humano. Al mismo tiempo, se empieza a generar ansiedad y estrés. “Uno se siente como en una película”, dice la neumóloga.
No obstante, no todo es oscuridad y como suele pasar en las andanzas del destino —y en las películas—, hay luz en medio de todo. Si bien hay muerte y mucho dolor, muchas veces la vida, de la mano de los médicos y enfermeras, se abre camino a la fuerza entre los obstáculos que se le presentan. Alfaro menciona que cuando un paciente logra salir recuperado, la alegría es inmensa y que eso “vale por miles de pérdidas que uno ha tenido, eso le llena a uno un huequito en el corazón”. También menciona, entre suspiros de felicidad, que a la hora de dar el alta “uno llora; no hay a quien no se le encoja el corazón. Es como irreal. Desde que se van son aplausos”.
No todo sucede dentro de los hospitales. Según Alfaro, lo más difícil de toda esta situación es no poder ver a su familia, debido a que existe un gran peligro de poder contagiarlos. En su casa, vive con su esposo y sus mascotas. “Ese es mi lugar seguro”, asegura la especialista. En su hogar, intenta “desconectarse” de lo que tenga que ver con el trabajo. “Cuesta mucho, pero hay que obligar a cortar y que eso no se vuelva tu vida”, asegura la doctora. En cambio, cuando va de vuelta al trabajo, su concentración es absoluta en esto. Al salir, se persigna y se encomienda a Dios, como aquellos nobles caballeros templarios también lo hacían antes de pelear sus batallas. “Me encanta mi trabajo”, sostiene Alfaro.
Todo esto es, en palabras de la propia doctora Alfaro, como una montaña rusa de emociones. En muchos momentos hay alegría, pero en otros muchos también, “se siente que el enemigo es más grande que uno y en ese momento se pierde la esperanza”. Según cuenta Alfaro, ver la soledad de los pacientes es muy duro. “Ellos ni siquiera saben quién es uno, solo ven un traje y un casco, aunque sepan mi nombre”, expresa la neumóloga. A veces, corresponde comunicarles que los tratamientos no están funcionando y que es inexorable conectarlos a una máquina. “Saber que uno no puede hacer nada más es muy frustrante; la mayoría de esos pacientes, esa fue la última vez que les hablé”, dice Alfaro, en medio de animadversión, meditabunda, consciente del heroísmo de su lucha, pero sintiéndose derrotada por los ataques del maldito virus. Y todo esto, porque sabe que conectar a un paciente a una máquina es casi una sentencia de muerte. Según la doctora, más del 60% de quienes ingresan a las Unidades de Cuidados Intensivos no sobreviven.
Mientras tanto, en una zona más al norte del continente, los profesionales de la salud experimentan otra realidad. El doctor Carlos Campo es un neumólogo que se encuentra batallando contra el coronavirus en Tallahassee, Florida. El valiente doctor lidera un equipo de nueve médicos profesionales en la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital Tallahassee Memorial HealthCare. Este pabellón cuenta con un alto número de camas, enfermeras y, por encima de todo, muertes. De acuerdo con el doctor “del 80% al 90% de los pacientes que entran a UCI se van a morir, entonces es bastante duro, particularmente para las enfermeras; estos pacientes están ahí en la unidad 20, 25, 30 días y después se mueren”.
Actualmente, Estados Unidos está siendo atacado por este peligroso patógeno que le ha costado la vida a casi 300 mil ciudadanos. La ‘viralización’ de este virus, también conocida como la desinformación, ha llevado a que el país de las barras y las estrellas, se convierta en la nación con el mayor número de casos y muertes registradas. El médico Carlos Campo y sus colegas se han visto forzados a lidiar con las consecuencias de esta oposición a acatar las medidas de protección: “La verdad es que algunas personas lo van a negar y no hay forma de convencerlos”, comentó el especialista.
El constante roce con la muerte ha afectado de manera inimaginable a los héroes que se encuentran combatiendo en las primeras líneas de defensa. El peso emocional de ver morir a un allegado puede afectar la sanidad de una persona cuerda. En el caso de estos doctores que se ven obligados a afrontar la muerte de múltiples pacientes por día, los efectos en su estado mental pueden llegar a ser devastadores. “Cuando esta pobre gente se muere y no tienen a la familia cerca de ellos, bueno, no se mueren solos porque estamos ahí con ellos, pero obviamente no es lo mismo morirte sin poder decirle adiós a tu familia, es terrible”, comentó el neumólogo acerca de la situación actual.
El especialista en neumología recuenta cómo la crisis por la COVID-19 ha afectado su vida personal. En los inicios de la pandemia, cuando la situación continuaba siendo incierta para los profesionales de todo el mundo, el doctor Campo tuvo que hacer el sacrificio personal y ofrecer su pericia a los pacientes que más lo necesitaban. Para ese punto el hospital no contaba con el personal ni la infraestructura necesaria para tratar con el volumen de pacientes que se presentó. “Todo el flujo tuvo que cambiar, entonces más trabajo en el hospital, obviamente cuando estás en el hospital más guardia, más turno, yo pasé ahí casi ocho semanas trabajando corrido”, dijo Campo. El doctor, quien es un padre de familia, tuvo que darle prioridad a la vida de sus pacientes durante ese periodo lleno de sufrimiento e incertidumbre, en sacrificio del tiempo, ese preciado bien que siempre abunda, pero nunca alcanza, que quisiera compartir con su familia.
Una de las problemáticas menos comentadas de la pandemia corresponde a la reducción de los recursos hospitalarios. El virus toma todo lo que puede sin dar nada a cambio. Esto ha forzado la mano de la administración del hospital a cancelar todo procedimiento que no sea una urgencia inmediata. “Un paciente con cáncer de pulmón, no vas a esperar 8 semanas para operarlo, tienes que operarlo pronto entonces al esperar entre cuatro y seis semanas corres el riesgo de que el cáncer se le pase a los caños linfáticos”, ejemplificó el especialista.
Pero, aun así, después de todo el caos y la miseria, el doctor Campo ha logrado mantener una actitud esperanzadora en un momento tan lúgubre como lo es este. Ya que, a pesar de todo, el doctor ha dado lo mejor de sí mismo para asumir sus responsabilidades como profesional y abrir su mente a las distintas oportunidades de aprendizaje. “Ver en el hospital como todos han trabajado juntos, -los médicos son ciertamente territoriales-, a mí me ha impresionado como todos trabajan para salir adelante. No solo médicos, sino enfermeras, personal de limpieza, todo el mundo trabajando para poder salir adelante”, mencionó el director de la UCI.
Las enfermeras también son vitales en estos momentos; hoy más que nunca. Y sufren tanto como sufren los médicos, sufren tanto con cada pérdida, como aquel que pierde algo que ama. Ya de vuelta en Costa Rica, la enfermera Ingrid Seas Moya, supervisora de enfermería en las UCI del Centro Especializado de Atención de Pacientes con COVID (Ceaco), cuenta que la mayor dificultad de atender pacientes con COVID, se encuentra no en la parte técnica, sino más bien en la emocional. “Que la muerte sea natural, ni implica que no duela”, dice esta enfermera, con un tono que imprime tintes de tristeza.
Hay momentos en los que la oscuridad inunda las habitaciones de los hospitales. Se escurre entre los más pequeños orificios para consumir todo a su paso. Termina con la vida de miles de personas con destinos inciertos, de grandeza o de perdición; en fin, destinos que nunca serán descubiertos. La impotencia se convierte en amo y señor. Según Seas, el sentimiento de impotencia llama a las puertas de su espíritu, en cuanto ve como “un paciente se complica y por más que se trate no hay resultados positivos. A veces se lucha y no ver resultados positivos es muy doloroso”.
Seas explica que, al salir de casa, en los primeros momentos de la pandemia hubo sentimientos de temor e inseguridad. A pesar de eso, en la actualidad no persisten esos temores, “yo amo mi trabajo” dice la profesional sanitaria. Aunque sí que existe otro tipo de temor. Un temor de esos que no dejan a las personas dormir por las noches; un temor de esos que roba la paz hasta al más calmado monje budista; un temor de esos que no deja que el alma descanse. “Mi mayor miedo”, dice la enfermera Ingrid, refiriéndose a contagiar a su hijo, con quien comparte el abrigo cálido que es el hogar.
Por ventura, para esta valiente y heroica enfermera también hay buenos momentos. “Es un grado de satisfacción muy grande ver cuando una persona lucha por su vida y logra salir. Eso le llena el corazón a uno”, explica Seas, conmovida. Pero también, hay episodios fuertes que los caminos de las vicisitudes marcan y condenan a vivir. En el caso de Seas, le tocó escuchar a un compañero describirle sus vivencias como lector de las cartas que llegan a los pacientes. Letras en papel, que representan -a veces- los últimos pensamientos que se intercambian entre almas desconsoladas. Cuenta la enfermera, que en tal día invernal se le acercó su compañero y le expresó la dicha de poder tener un traje y casco especial, ya que, de esa forma, nadie podía ver las gotas de agua que brotaban de sus ojos al leer las cartas a los pacientes. La fortuna de sufrir por los demás sin que lo noten; esas son las paradojas que presenta la vida.
Paradojas increíbles, a la vez que admirables. Paradojas son lo que estos héroes que hemos presentado, quieren hacer en cuanto la pandemia llegue al ocaso y el mundo respire vibrante. Es una paradoja que mientras la doctora Alfaro, anhela más que nada viajar a Estados Unidos con su familia para ver a su hermana, el doctor Campo lo único que desee es venir a Costa Rica junto a los que ama. Es una paradoja, que la enfermera Seas entregue todo a su profesión y que sin embargo, no pida nada más que su familia pueda estar bien. “La vida humana es invaluable, es lo máximo que se puede tener”, dice Seas. Es una paradoja, que mientras unos luchan por la vida, otros buscan desesperadamente la muerte.
Buscan la muerte, sin saberlo, todos aquellos que exponen a los demás y se exponen a sí mismos. Esos que no sienten un ápice de empatía humana al ver tanto dolor y sufrimiento. Esos que vociferan por las calles ¿cuál pandemia? Tienen ojos y no ven, como dice cierto libro milenario. “No nos pueden seguir dando tanto trabajo de forma tan negligente”, expresa la doctora Alfaro, enfurecida, refiriéndose a todos aquellos que atentan contra la vida de los demás. La doctora continúa: “Aunque se contagien ahí vamos a estar nosotros para atenderlos, pero el día de mañana una persona que siempre siguió todas las medidas no va a tener campo por una que no creía en la pandemia”.
En la vida de todos, siempre hay luz y oscuridad. La mayoría quiere que prevalezca la luz, pero a veces se les escapa entre los dedos. No todo son momentos buenos; la muerte es natural, pero la separación es aterradora, dolorosísima. La separación de aquel a quien uno ama es peor aún que la muerte propia. Los héroes con bata luchan todos los días, para alejarnos de ese cruel sufrimiento.
Por eso, este 2020 los héroes llevan bata. Porque quienes salvan vidas no son seres superpoderosos con capa, sino personas con miedos, sentimientos, emociones y ganas de vivir. Son héroes que exponen sus vidas -y que mueren- por las de los demás, únicamente porque es su vocación. Esta Navidad, más que nunca, se debe recordar quienes están en las calles para que nosotros celebremos en casa. Este año 2020 no debe ser el año de la pandemia. Debe ser el año... de los héroes con bata.