Hace dos años y siete meses elegimos a un presidente de manera un tanto extraña. Más que votar por una persona que representaba una visión del país muy clara y atractiva, terminamos eligiendo a un joven, con limitada experiencia, porque mostró valores más cercanos a la mayoría de nuestra población en un tema particular: el matrimonio homosexual.

La alternativa era votar por otro joven candidato que representaba de manera muy directa los valores de la iglesia evangélica y se oponía férreamente al matrimonio homosexual.

Dirán que simplifico y así es.

También se debe tomar en cuenta el desgaste y división de los partidos tradicionales; uno que se partió dos veces en tiempos recientes, el PUSC, del cual emergieron el Movimiento Libertario y el Republicano Social Cristiano; y otro, Liberación que se desgastó internamente y cuyo candidato no supo reaccionar al famoso tema y se presentó ante un electorado joven y exigente como indeciso, titubeante, e inconsistente en sus valores.

Es relevante al momento que vivimos que el presidente viene de un grupo político sin caudal interno, pues pese a representar al partido gobernante, Acción Ciudadana; en su convención interna el actual presidente fue electo candidato con poco más de 23.000 votos, muy poco para considerarse con respaldo nacional y un mandato fuerte. A la hora de tener que recurrir a su partido, se encuentra en un espacio muy limitado, poca profundidad y poca representatividad de la sociedad que preside.

Si reducimos el proceso a su mínima expresión, Carlos Alvarado le ganó en una convención “de poca gente” a Welmer Ramos. En la carrera a la presidencia venía ocupando el tercero, cuarto y hasta quinto lugar en las encuestas, hasta que llegó el resultado de la consulta que doña Ana Helena Chacón hizo a la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el tema del matrimonio homosexual. Y a partir de ese momento, los dos candidatos que llegaron a segunda ronda —los Alvarado— manejaron el tema en su favor, aprovechando la enorme polarización que se produjo en los votantes, y la incapacidad de dar una respuesta concreta y consistente de los candidatos de los demás partidos.

Reconociendo la fragilidad de su mandato, el presidente aceptó convocar un gabinete de unidad nacional, con representantes de todos los partidos, al inicio de su período. Solo el partido opositor en la segunda ronda electoral no aceptó integrarse. La aprobación de la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, pese a una huelga de educadores y otros empleados públicos de casi 100 días, es muestra clara de que la “unidad nacional” funcionó. Se logró avance en un tema que por años estuvo estancado. La Asamblea Legislativa aumentó su productividad, pues se sentía un ambiente de colaboración entre los partidos.

Pero en el siguiente año, esa mazorca se empezó a desgranar y hoy, con tres excepciones personales, dos del PUSC —los ministros Rodolfo Méndez y don André Garnier— y una del Frente Amplio —la ministra Patricia Mora—, el gabinete de unidad nacional es historia.

Así, en mi opinión; hoy tenemos un presidente con un mandato débil, de un partido de caudal político limitado y poca profundidad técnica; con una baja representación en la Asamblea Legislativa —10 de 57—, tratando de lidiar con uno de los momentos más complejos de nuestra historia: crisis fiscal, crisis de deuda púbica, pandemia, recesión, crecimiento del desempleo y la pobreza, polarización de la población por riqueza, región, acceso a tecnología y oportunidades; creciente desconfianza entre sectores y estratos…

Y el problema de esto es su poca experiencia, legitimidad y equipo para manejar una crisis como la actual.

La presión es tal que el presidente, cuya popularidad ha venido cayendo por muchos meses, y ante el fracaso rotundo de su equipo económico hace unas semanas, ha tenido que recurrir a un diálogo nacional y multisectorial —sustituto en su mente de un gobierno de unidad nacional, supongo— para tratar de lidiar con los dos primeros retos de esta larga lista. Una pésima propuesta de manejo de la crisis de su equipo económico le costó confianza al presidente y a ellos mismos pues, al proponerla, dieron muestras de su inexperiencia fiscal y política, así como de su poca profundidad técnica.

Algunos hemos tomado la convocatoria del diálogo como una renuncia de facto al poder de la presidencia. No sé bien si es por desgaste y cansancio, por no contar ya con el gabinete de unidad nacional, por su inexperiencia y juventud, o —como han dicho algunos— una forma de postergar y pasar el problema al siguiente gobierno. Lo que sí creo es que aquel gobierno de unidad nacional de 2018 hubiera sido mucho más firme en articular una propuesta balanceada y técnicamente sólida al país y al Fondo Monetario Internacional, que es la puerta de acceso al mercado financiero global.

Queda poco tiempo para tomar decisiones

Tratar de jinetear esta situación por los 17 meses que quedan, hasta mayo de 2022, será imposible. Mucho antes de esa fecha el país caería en el impago (default) de sus obligaciones y nos sobrevendría una crisis monetaria y cambiaria como la de 1980-81, pero partiendo de un escenario económico, fiscal, social y de confianza mucho peor. Nos corremos el riesgo de ver a nuestro país en un auténtico colapso fiscal, económico y, poco después, productivo y social.

Así, alguien debe decidir qué presentar y qué hacer. Pero el presidente y su partido no sienten -ni tienen- la credibilidad, el peso o el caudal político para presentar una segunda propuesta. Su única esperanza de salir bien librados es que su mesa de diálogo llegue a una propuesta sensata y completa. Si así fuera me alegraría muchísimo y aplaudiría como el que más el trabajo y esfuerzo que hacen sus valientes facilitadores y algunos de sus miembros; pero francamente “la veo en la cola de un venado” y me costaría darle crédito al gobierno por algo que debió hacer bien desde el principio.

Me temo que la mayoría de los miembros de la mesa están ahí para proteger sus intereses, sectores y cuota de poder y, al final, pese a todos los esfuerzos y compromiso de unos cuantos, no se logrará una propuesta seria y representativa de todos hacia una verdadera solución. Conforme se llega a los temas de discusión más álgidos, los representantes han empezado a “sacar las uñas” para defender sus intereses, dejando de lado los del país.

Como el presidente se ha comprometido con la mesa de diálogo a presentar su propuesta a la Asamblea Legislativa, dependeremos enteramente de que al menos 38 legisladores “se pongan la camiseta nacional” y dejen, por unas semanas, las de sus respectivos partidos e ideologías, para (literalmente) salvar al país.

Aquí regreso al tema de la democracia representativa. Si el presidente tiene un mandato débil, acumula desgaste y su propuesta no llega a ser excelente; el peso de salvar al país cae sobre una Asamblea Legislativa que se encuentra altamente fragmentada y, desafortunadamente, entrando ya en el ciclo electoral de 2022.

La esperanza que queda, llegado el momento, es que como cuerpo representativo de las regiones y fuerzas políticas del país; electos para legislar a favor de las grandes mayorías, nuestros legisladores asuman su responsabilidad con valentía y visión de país. Que de verdad representen el bien común, y no nos defrauden centrándose en populismo, ideologías, visibilidad personal y posiciones electoreras. Que actúen con el sentido de responsabilidad que se espera en esta coyuntura y en respuesta a la confianza de sus electores. Que venzan la fragmentación por medio de sensatas alianzas.

Han tenido acceso a todas las propuestas que han surgido de los diferentes sectores y pueden convocar a expertos en cada tema. El país necesita una propuesta fiscal, de deuda, de reactivación y crecimiento justa en términos sociales, balanceada en sus componentes, que no profundice la recesión, valiente ante los intereses particulares, y visionaria.

Afortunadamente tenemos suficiente visibilidad de lo que se actúa y decide hoy en los procesos, decisiones y votaciones legislativas como para que se pueda exigir resultados y cobrar a quienes, por ideología o intransigencia partidaria o personal, se opongan a darle al país lo que urgentemente necesita.

Esperemos el milagro de una propuesta excelente de la mesa de diálogo del presidente o; en su defecto, de la que fue convocada por la mesa multisectorial del Banco Popular. Y, si estas no alcanzan la medida necesaria que, con base en el trabajo ya realizado por técnicos independientes, universidades, centros de pensamiento, cámaras empresariales, el movimiento laboral, y hasta grupos de voluntarios, nuestros legisladores puedan articular una propuesta al país y el FMI a la altura de las circunstancias.

Esperamos con ansiedad, y por favor, en febrero de 2022, pensemos nuestro voto a fondo. No elegimos una persona a la presidencia, y unos cuantos diputados a ver qué sale. Debemos pensar en elegir capacidad, profundidad, experiencia y visión; debemos votar con memoria de lo actuado por cada uno de los candidatos y partidos en los momentos más difíciles y decisivos; debemos votar por diputados que realmente nos representen, lo que implica exigir a los partidos mejores listas de candidatos ante lo obtuso y opaco de nuestro sistema para elegirlos.

Viendo el estado actual de los partidos, creo que difícilmente alguno alcanzará la medida necesaria; lo que implica que, una vez más, necesitaremos unidad nacional; una coalición de fuerzas que, de antemano, se comprometan con una visión y se organicen para ofrecer al electorado la capacidad, profundidad y experiencia que el país requerirá en lo que será, para fines prácticos, su reconstrucción económica, social y política.

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